Escena primera
Era una tarde de sábado, como otras tantas tardes de sábado en que él salió a jugar con sus amigos.
Sin embargo, esa vez al poco rato, se separó de la cuadrilla.
“¿Adónde vas?” -le pregunto Fede.
Pero él no contestó. Simplemente, siguió andando.
“¿Adónde irá esta vez?” -se preguntaron unos a otros.
“Bah, déjale… , ya le conoces! -dijo uno de ellos.
El chaval se dirigía al rompeolas, atraído por la necesidad de estar con su padre.
Pegaba viento de norte y hacia mala mar. No había nadie en la bocana. Ni un alma. Solo se escuchaba el sonido del viento y el rumor de las olas que venían de alguna parte lejana de aquel infinito universo de agua.
El chico subió el peldaño para poder otear mejor aquel espectáculo de sonido y fuerza.
Miró a lo lejos, buscando más con el corazón que con los ojos, la estela de algún barco que le procurase sosiego.
Miró, guardando silencio, con sus menudas manos escondidas en los bolsillos para protegerlas del frío húmedo de aquel mar al que había aprendido a amar mucho antes de haber nacido.
Esa tarde no aparecía ningún barco ante su mirada. Se sintió triste y sólo.
Cerró los párpados, porque sabia que así sus ojos podían ver mejor y más lejos. Surcó las aguas con la ayuda de su imaginación y se vio volando guiado por una bandada de cormoranes; aves migratorias que así como él buscaban el refugio de algo añorado.
Viajó lejos, muy lejos, confiado y protegido por la compañía de aquellos pájaros solitarios y silenciosos que surcaban en grupo
Se arremolinó en sus adentros la certeza de que una revelación se iba a producir.
Por momentos, se sucedieron ante su mirada infantil escenas remotas de frágiles barcos pesqueros en una olvidada y noble lucha. Una lucha contra aquel infierno de agua, sal y recuerdos. Un encuentro titánico de hombres sujetos a un destino y que sabedores de su pequeñez frente a esa amenazante presencia, persistían en su heredado empeño de buscar una respuesta franca al porque de sus vidas.
De pronto, el chaval divisó a lo lejos un barco de chapa, color verde. Su corazón comenzó a palpitar de forma acelerada. ¡Bom-Bom, Bom-Bom, Bom-Bom…!.
Sus brazos y piernas respondieron enérgicos, agitándose más y más rápidamente. Cuanto más rápido volaba, más larga se le hacia la espera. El barco iba dejando de ser un punto en la lejanía y se hacia cada vez más visible ante la atenta y feliz mirada del niño.
Tenia que ser el Kresala, aquel barco en el que navegaba su padre y que Josu, de más pequeño, lo había visto amarrado en el puerto de Ondarroa.
Sí, sí. Definitivamente era el Kresala. Estaba seguro de ello. Lo reconocía, como también reconocía al hombre que se hallaba de pie en la cubierta del barco, con su mirada clavada en aquella curiosa estela de pájaros que se dirigían tan decididos como necesitados, a algún lugar irrenunciable.
Entonces, los pájaros se detuvieron, dando por cumplida su misión y reiniciaron su camino, no sin antes y a modo de un adiós, estallar en un graznido tribal de júbilo que el niño sintió como un mensaje cuyo sentido no podía entender aun.
El niño lloró, porque quienes habían sido sus fieles compañeros de viaje, se alejaban hasta llegar a ocultarse al otro lado del color.
Respiró hondo y miró en dirección de aquel hombre que ya había reconocido a su hijo, suspendido sobre aquellas aguas que desde la marcha de los cormoranes, habían comenzado a amainar, como si los elementos reconocieran algo de sagrado en aquel encuentro y reverenciaran la ocasión.
Aquel hombre recogió en sus paternales brazos al hijo que llevaba su nombre y apretándolo contra su húmedo torso, susurrándole al oído, alivió su dolor. Un dolor que este marino de espíritu decidido, mirada húmeda y olor penetrante, comenzó a sembrar cuando a la misma edad que tenia su hijo ahora, tuvo que renunciar para siempre a los abrazos de su padre.
Josu comprendió que ambos perseguían la misma búsqueda y el mismo miedo sentían.
Estuvieron entregados a ese abrazo mucho tiempo, en la cubierta de aquel cascaron de metal, que paciente era testigo de ese anunciado encuentro entre un hijo y su padre y que evocaba el eco de otros tantos encuentros entre hijos y padres.
Escena Segunda
“Josu, abre los ojos. ¿Qué te pasa?. ¡Te hemos estado buscando toda la tarde muy preocupados, pensando que te había pasado algo!”.
El chaval abrió los ojos y sintió que era su madre quien le hablaba, con la voz entrecortada y abrazándolo asustada, frente al rompeolas, donde el chico horas antes, había ido al encuentro de su padre.
“¿Se puede saber qué locura es esta?. Nos vas a matar a disgustos como sigas así. Todos tus amigos hace rato que están en casa”.
El niño aun aturdido, balbuceó algo que ni el mismo entendió y percatándose de que había estado ausente un tiempo que no atinaba a precisar, miró a su madre como si la viera por primera vez.
“Ama, yo nunca seré un hombre de mar”- contesto el chaval a su madre.
“Eso espero”- replicó ella.
“¿Pero a que viene eso ahora?” –reaccionó de inmediato.
“Aitxa no es un pescador. Busca a su padre, solamente. A mi abuelo que se perdió en las aguas la nochevieja de hace e muchísimos años, dejando a su hijo de ocho años, al cuidado de su madre, como él me ha dejado a tu cuidado” –penso el niño, sin atreverse a decírselo.
Madre e hijo comenzaron a andar en dirección a casa, atravesando la bocana bajo aquel otoñal cielo gris, con un sentimiento de soledad que ambos compartían en silencio.
Josu, se sentía confundido. Su mente le pedía llegar a casa, cenar, meterse en la cama y dormir, para seguir soñando.
Su corazón, sin embargo, se estaba quedando atrás, justo allí donde había despertado de su viaje poco antes.
Miro hacia atrás, como si su propio fantasma siguiera quieto e imperturbable en aquel lugar mágico.
Sintió que abandonaba a su padre. En tanto más se retiraba al refugio de su hogar, más sólo sentía que se quedaba su padre.
La cabeza comenzó a darle vueltas y sus piernas empezaron a fallarle .No podía soportar más el dolor de la huida. Comenzó a gritar como poseído de rabia e impotencia.
Su madre le suplicaba con la mirada “Ahora, no me abandones tu,….no me abandones, no me abandones!”.
La visión se le iba nublando cada vez mas y sintió que se perdía en una espiral, en un remolino de agua seca y sin fondo. Sus párpados se abandonaban, ocultando el terror de sus ojos. Según se desvanecía, comenzó a oír la bocina de un barco que se despedía muy a lo lejos. Rummmm!!!!!!!!
Escena Tercera
Ring-Ring-Ring. Josu despertó sobresaltado en su cama.
“Buf!!” –exclamó aliviado.
“He tenido una pesadilla” –se dijo.
Tenia frente a él a su hermano Aitor, que le observaba con ojos escrutadores.
“¿Qué te ha pasado esta noche?” –le pregunto.
“¿Qué, qué me ha pasado?. Nada…, porque?”- le respondió Josu.
“Has tenido una noche muy movida” –le dijo su madre, según se acercaba de la cocina.
Entonces, el chaval recordó que el día anterior había venido pronto a casa, tras haber estado con la cuadrilla. Se había sentido cansado y se había metido en la cama sin cenar.
“¿Qué has soñado?” –le inquirió su hermano, con la misma mirada de extrañeza.
“Nada, no me acuerdo” –dijo Josu, recordando que una sensación de miedo profundo le había atenazado justo antes de despertarse.
El chaval se sentía arrasado por una tristeza muy honda que intuía provenía de los sueños que esa noche había tenido y de los cuales no se acordaba.
Ambos hermanos se vistieron y desayunaron en silencio. Luego salieron al puerto, porque varios barcos arribaban y parecía que venían repletos de anchoa.
Hacia sol y buena temperatura, aquella mañana de junio animada por el bullicio de familiares y vecinos ante la entrada de aquellos barcos, que habían hecho el trayecto de regreso a casa acompañados de multitud de gaviotas chillonas y ávidas de pescado.
El puerto olía a salitre, mezclado con un ligero aroma a cangrejo y mojojones, que provenía del malecón, en compañía a una brisa que peinaba del este.
Era un día sin escuela. El calor del sol y el color azul del cielo, junto a aquel espectáculo de olor y alegría, ayudaban a dibujar un idílico paisaje de encuentro.
Josu, de pronto, percibió un susurro inaudible que venia del pequeño comercio de efectos navales que se hallaba justo detrás de él. Se giró y como si una fuerza ajena le empujase, se acercó en silencio hacia aquel escaparate, cuyos marcos de madera pintadas de azul marino, se estaban descascarillando por efecto del calor.
Frente a él, un cuadro al óleo que estaba siendo expuesto justo entonces por el dueño del local, como accesorio decorativo.
En el cuadro, una bandada de cormoranes volaban hacia algún lugar en alguna parte.
Al chaval sintió que las tripas le daban un vuelco de desconcierto. Siempre le habían atraído aquellas aves misteriosas y sin hogar, con un vuelo tan horizontal y decidido. Le gustaba verles cruzar el cielo de su pueblo, cuando halla por el mes de septiembre, el día comenzaba a menguar y el sol a descansar.
Pero en esta ocasión, algo singular había en aquella escena que le resultaba íntimo y familiar. Como si la hubiera visto antes o hubiera estado allí.
“Esta noche pasada, en mis sueños te he visto volar junto a ellos” –le dijo Aitor, quien se había acercado con sigilo a la par de su hermano.