Miedo, angustia y conducta

Miedo, angustia y conducta

Tendría yo unos cuatro años, cuando al entrar en casa me encontré con un grupo de mujeres de pie situadas alrededor de la mesa grande de la cocina. No se dieron cuenta de mi presencia, tan entregadas estaban, observando lo que ocurría en el mismo centro de la estancia. Me hice paso entre aquellos cuerpos y observé que había una muchacha tendida boca arriba en la misma mesa de la cocina. Tenía la barriga a la vista y mi abuela Leocadia la estaba masajeando en la “boca del estómago”. Me llamó la atención su agitación, su respiración entrecortada y aquel gesto de pavor en su rostro.

Mucho años más tarde comprendí que lo que allí se estaba cocinando era algo muy particular. La joven, en cuestión, había sufrido un ataque de angustia y aquellas mujeres la estaban calmando, creando un círculo, una matriz a su alrededor. La estaban aliviando, tocándola de forma confiable, en ese lugar del cuerpo en donde el sobresalto se resguarda, en ocasiones

En tiempos me pregunté que hubo de haber sido lo que generó tanta angustia a aquella mujer. Más tarde comprendí que es del todo imposible saber acerca de la angustia del otro, ya que los otros, cada otro, están íntimamente concernidos por el enigma del sentido de su vida. Un enigma, un no saber sobre algo que se sabe que opera en cada cual, y que si bien en ocasiones conseguimos poner en palabras, en otras se nos diluye, dejándonos abierta el agujero de la boca del estómago, una y otra vez. Ese agujero metafórico en un cuerpo que se deja sentir y que nos advierte de un hueco a nivel del sentido de ser.

No se trata de miedo en tal caso, aunque éste puede ser una forma de referirnos a ello; uno de sus significantes, como pánico o ansiedad. Pero el miedo siempre tiene un objeto. Se tiene miedo a tal o cual cosa, pero no ocurre así con la angustia, cuyo objeto siempre se nos resiste. Desconocemos el porqué de nuestra angustia, aunque sabemos que tiene que ver con la experiencia vital de sentirnos en falta.

Precisamente dicha experiencia de incompletud nos hace buscadores, sujetos deseantes y creadores de la vida que vamos construyendo, a partir de encuentros, decisiones, etc.  Una vida que reconocemos como propia y a la que aludimos echando mano del relato de nuestra biografía y, en definitiva, refiriéndonos a ella mediante el uso del lenguaje. Una vida, pues, construida con palabras; palabras de las que disponemos para nombrar incluso el propio silencio, el desconcierto o el éxtasis. Palabras que vamos incorporando a nuestro decir para podernos decir, poderlo decir y poder recordarlo. Así, irnos identificando al relato y desde ahí irnos reconociendo, como si las palabras, al pensarlas o decirlas, tuvieran un efecto especular identificatorio y nos reflejaran quienes somos.

Diremos que la angustia emerge, cuando lo que sabemos de nosotros no resiste el envite de alguna experiencia inédita y nuestro relato queda rasgado e incompleto, con lagunas desde cuyos intersticios se filtra esa experiencia que Claudio . Naranjo llamara “oscurecimiento óntico” y que Jacques Lacan  refiriera como vivencia de “falta en ser”

Volviendo a la escena en la cocina de mi casa, podemos señalar que el cuerpo de aquella mujer se agitaba al no poder destilar en palabras alguna experiencia propia que la invadía. Su cuerpo era vehículo de un vigor sin freno y un decir mudo, con un apenas suplicante “no, no, no!!!” angustiado, que invitaba a suponer que había un otro destinatario. ¿No, a qué y a quién? A lo que emerge como amenaza invadiendo el campo mental. Una amenaza que acecha desde afuera y ante cuya presencia cabría plantarse e inquirir ¿por qué a mí? Un cuestionar al otro sobre sus caprichos, exigencias y, en el fondo mismo, sobre su vacío y deseo. ¿Qué quieres que sea para ti? El espanto en su rostro hacía pensar que en ella se dirimía la experiencia de una omisión, de una respuesta que no acababa de darse para así poder frenar, al menos momentáneamente, el efecto succionante de la pregunta.

Siempre nos hemos hecho preguntas y siempre nos hemos inquietado ante el vacío de respuesta o ante la amenaza de destino. Pero cabe pensar que nuestra sociedad tecnificada y de ritmo rápido, es terreno propicio para el surgimiento de la angustia, ya que ésta resurge cercana a la incertidumbre y la transitoriedad. La existencia de un futuro desdibujado, sin demasiado norte y con pocas garantías es terreno propicio para “el único sentimiento que no engaña”, tal y como lo definió Lacan en su Seminario X.

Esta modernidad líquida, como lúcidamente lo ilustra Zygmunt Bauman, nos sitúa en un escenario sin certezas, volátil y transitorio, en el que el “no future” de los Sex Pistols se impone como punto de certeza, ante un mañana que se mira de refilón y, en ocasiones, ni se espera. “Vive la vida, exprímela!!!”,  se postula como lema de actualidad, como mandato a “disfrutar de la vida”, no tanto desde una posición dionisíaca de apertura al placer, sino desde un olvido del ser y su deriva hacia el tener más que, más rápido que , más veces que…Hacia el sinsentido del vivir agitados, obedientes al mandato del plus de gozar, como si en ello estuviera la quintaesencia del vivir.

Muchos jóvenes que hablan a través de sus conductas disociales, se hallan en la encrucijada de tener que crearse un destino, pero con la rémora de no disponer de  un GPS interno que les oriente, unas marcas cardinales que les guíen, ya que crear una dirección en la vida requiere del encuentro con un otro presente y real, que haga las veces de sostén confiable y ejemplo, un otro que desde sus limitaciones pueda orientar al joven en la dirección de un destino que está por crear y en el cual puede aspirar a tener parte activa. Un Otro que suscite en el joven el gusto por la pregunta y, en definitiva, a cuestionarse  acerca de su deseo para sí ponerlo a caminar. Sin estas experiencias de lazo que estimulen el relato y la palabra, el sujeto está más expuesto a lo que mi abuela Leocadia denominaba “izen gabeko penia”(la pena sin nombre); es decir: angustia.

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