HOMO PREDATOR

HOMO PREDATOR

Cuatro Jinetes del Apocalipsis, por Viktor Vasnetsov (1887)

El Apocalipsis siempre fue para mí una ficción. En mi adolescencia, supuso una idea mítica muy alejada de la realidad cotidiana que vivía y, además, su conocida referencia a los cuatro jinetes que recoge el Libro de la Revelaciones o Libro de la Apocalipsis hizo que lo colocara en la misma categoría de cualquier otro tebeo de acción bélica.
Sin embargo, incluso los tebeos resultan ser un relato de los avatares humanos, en términos humorísticos, amorosos, bélicos, etc. Qué decir, de los testimonios bíblicos como intento de narrar la época y dar sentido a las vicisitudes que se daban.
La guerra (jinete del caballo rojo), el hambre (jinete del caballo negro) y las epidemias (jinete del caballo pálido), fueron hechos del pasado que cíclicamente retorna y se hace hueco en la contemporaneidad, dando idea de que el homo sapiens no se cansa de repetir y tropezarse con la misma piedra; la que tiene dentro del zapato. Así, bien pudieramos decir que estos jinetes, simbolizan parte del acervo humano, el mismo que cabalga a lomos del homo sapiens desde sus inicios.
Comoo señala Yuval Noah Harari, en su libro Sapiens: de animales a dioses “el Homo Sapiens había poblado África Oriental hace 150000 años, pero no empezó a invadir el resto del planeta tierra y llevar a la extinción a otras especies humanas (neandertales y denisovas, entre otros) hasta hace, aproxidamente, unos 70000 años”.
Harari no tiene inconvenientes en hablar de un proceso de colonización y esquilma de otras familias homínidas, por parte de Homo Sapiens. Un genocidio que coincidió en el tiempo con el acceso del sapiens a la revolución cognitiva y la aparición del leguaje ficticio, hace 70000 años, ni más ni menos.
Vincular el desarrollo cognitivo de nuestro ancestro, al desarrollo de su capacidad de hacer daño parece contradictorio, ya que uno bien pudiera pensar que a más inteligencia, más cooperación. Pero, por otro lado, parece tentador pensar que el desarrollo cognitivo y sobre todo el acceso al lenguaje, alejaran al sapiens de su adaptativo reclamo al instinto como un saber que le procurase la impronta por la caza, el camuflaje o la reproducción. Un impronta que garantizaba la sostenibilidad. Sín embargo, con el lenguaje, comenzó a crear un pasado y un fututo, ya que los recuerdos y los proyectos se maceran en palabras. Comenzó a no depender de la inmediatez de su necesidad para actuar. Ya no cazaba, sólo, cuando sentía el hambre. Comenzó a tener ideas y a planificar, al disponer de un pasado del que aprendía y anticipar sus necesidades de futuro. Comenzó a acumular pensando en el mañana, a transaccionar con los excedentes para economizar esfuerzos innecesarios, a formar comunidades de intercambio. Se hizo un estratega. Pero, a su vez, en algún momento, comenzó a rumiar la posibilidad del beneficio propio y a negociar. Comenzó a ambicionar y si ya era un estratega de guerra y caza, empezó a serlo de las relaciones sociales. Repito: en algún momento dejó de necesitar y comenzó a ambicionar. Stop.
En fin, una reflexión un tanto lúdica de como el sapiens, convirtió su instintiva necesidad de pervivencia en afán de trascendencia. En afán de dominio y de apropiación. Encantado de conocerse, el sapiens quiso más y más, lejos de su ya perdida e instintiva impronta de servirse de lo que necesitaba, se acostumbró a mirarse en el espejo de sus pertenencias y a querer ambicionar lo que veía.
Creo que justo AHÍ, comenzó a pensar que se estaba quedando sin depredadores, que podía con todos, dada su capacidad de prever sus comportamientos y, en consecuencia, someterlos. Pero quizás, no se dio cuenta de que así daba origen al más feroz de ellos: el mismo.
Pero ah!, por cierto: queda el jinete del caballo blanco. Mucho se ha escrito sobre él y no faltan desavenencias sobre quien es o quien pudiera ser. Para mi es la Esperanza, la buena noticia, el bien hacer, el bien hablar. Pero ¡ojo!, el karma, como dirán los budistas es lo que te acontece a futuro, lo que esperas, en base a lo que hagas hoy.
“No hagas daño ni a la tierra, ni al mar, ni a los árboles”
Apocalipsis 7:3-4

Violencia en la subjetividad adolescente de hoy

Violencia en la subjetividad adolescente de hoy

Hay una violencia sin porqué que es su propia razón para ella misma

J.A.Miller

En los primeros años de su enseñanza, Lacan diferencia entre la intención agresiva y tendencia agresiva. Define la primera como un cúmulo de comportamientos propios del Yo en aras a salir de su mundo propio y adentrarse en el espacio de las relaciones interpersonales. Por otra parte, la tendencia agresiva correspondería a una pulsión que socavaría la búsqueda de establecimiento de un  lazo social  y se dirigiría más hacía la satisfacción desmedida del propio impulso agresivo, en su vertiente dañina.

Más adelante, aportará dos nociones de suma importancia: el  acting out y el pasaje al acto.

El acting out quiere decir que alguien pone en acto una circunstancia particular en el sentido de un llamado al Otro. Un llamado intencionado. Se trataría, en tal caso, de una demanda muda a través de una conducta sintomática, entendiendo el concepto de síntoma aquí como “un signo y un sustituto[1] de aquello que no consigue ser tramitado por la palabra. Una conducta que debe ser atendida como una manera, quizás la única en tal momento, de pedir ser escuchado, mirado o sostenido, en definitiva, una conducta que busca hacer lazo.

Tal y como señala la psicoanalista Beatriz Janin, el acto violento, muchas veces, “es un recurso para hacerse ver, para demostrar que uno existe en el mundo en el que siente que no tiene un lugar[2]

Por otro lado, introducimos la idea de pasaje al acto como un arremeter sin deseo de decir, sin dimensión de mensaje,  ni búsqueda de un otro destinatario que lo pueda descifrar; sino la absoluta, decidida e imparable intencionalidad de dar rienda suelta a la pulsión violenta, a la tendencia agresiva “que rompe y encuentra una satisfacción en el simple hecho de romper[3]

¿Qué es lo que se estaría demandando en un acting out y, por el contrario, qué es lo que se rompe en un pasaje al acto violento?

Para poder avanzar en el análisis de esta doble pregunta, nos basaremos en dos citas.

Por una parte, Lacan conceptualiza que “toda demanda del sujeto al Otro es en el fondo una demanda de amor[4], una demanda de su presencia. Que esté y  “no es demanda de este objeto o aquél, sino que se dirige a un punto más allá, al ser mismo del Otro”. Este enunciado, bien nos puede servir para entender la agresión en su vertiente de “llamada de atención”, como un mensaje inconsciente que busca una reparación.

Por otro lado, Miller nos advierte que en contraposición a la violencia como causa, “hay una violencia sin porqué que es su propia razón para ella misma” (J.A. Miller, ibídem). Una violencia que estando sujeta, puede precipitarse y manifestarse desbordada en base a la concurrencia de determinadas coordenadas vitales, las cuales podremos como clínicos cernir a posteriori, pero que en cualquier caso se trataría de una violencia que no presentaría una finalidad reparadora, como en el acting out, sino de ruptura de lazo con ese otro, unida a la propia desaparición como sujeto.

¿En esta época de devaluación de la imago paterna, en su doble vertiente de regulación (freno de mano de la pulsión del hijo-a) e impulsor de un Ideal(orientar y acompañar en la génesis del itinerario vital), qué estatuto adquiere la conducta violenta en el sujeto adolescente? A continuación, presentamos algunas coordenadas que puedan orientar la reflexión.

La matriz familiar: El Otro consumido

Muchos padres y madres de hoy, debilitados por situaciones laborales precarias, la importante tasa de separaciones y divorcios en edad de crianza o vivencias de soledad (monoparentalidad y falta de red de apoyo, etc.), entre otras situaciones, se encuentran desorientados con la sensación de no sentirse dueños de sus destinos, experimentando la angustia de cohabitar con unos hijos/as en ante quienes no saben cómo posicionarse, incómodos en el ejercicio de su autoritas[5] parental, en el sentido que refiere el derecho romano.

Ello hace que nos encontremos con adolescentes que experimentan la ausencia de adultos que sean capaces de sostener, regular y orientarles en sus impasses; una tarea

históricamente designada al padre de familia y que por ello Lacan lo nombrara como función paterna[6]. Jóvenes sin una orientación vital, “[7]cada vez menos identificados con sus historias familiares discontinuas y llenas de agujeros” biográficos, cada vez más alejados e incrédulos de la importancia de la trasmisión intergeneracional.

Identificaciones horizontales o vínculos supletorios

En este sentido, la ausencia de un faro identificatorio troncal en la biografía de un sujeto adolescente, precipita la experiencia de un vacío de respuesta ante la pregunta sobre qué tipo de vida ha de construir. Ello, en ocasiones, anima al joven a buscar una adscripción identificatoria en comunidades horizontales que le permitan contestar a la pregunta sobre quién es.

Paralelamente, los expertos nos advierten de que esta expansión identificatoria actual “no va de la mano de la tolerancia y el respeto por lo diferente y extraño”, cosa que hubiera supuesto un avance; sin embargo, “los estilos de vida reivindicados en su multiplicidad y dispersión, construyen nuevas comunidades alternativas, como así también su mutuo rechazo[8] “, pudiendo generar violencia.

Comunidades que asientan sus bases en  significantes que denotan cierta particularidad que busca ser reivindicada, una diferencia que no incluye a los otros grupos y que por ello, en ocasiones, lleva incorporada el virus de la segregación. En definitiva, comunidades que suponen una suplencia identificatoria y que en aras a procurar cierta sensación de sostén y pertenencia en el deseo de un otro, acaban siendo objetos de consumo metonímico.

Una Red muy familiar: El Otro del consumismo que atrapa

La pantalla  ha usurpado el lugar al padre y a la madre, convirtiéndose en el gran Otro, en el nuevo guía e  interlocutor para los púberes y adolescentes de nuestros días. Es  donde buscan las respuestas y donde hacen amigos-as en un afán de contabilizar la popularidad.

La pantalla no es sólo un espacio lúdico; es un territorio en el que google, yahoo y demás  monitorizan la socialización de los jóvenes de hoy, en tanto los mayores estamos ajenos a los contenidos que visitan. Un territorio en el que el porno-online inicia a los pre-púberes y púberes en la incógnita del sexo y lo sexual, en edades cada vez más tempranas, desprovistos de la mínima preparación para asimilar en algo los

contenidos que visitan. Contenidos en los que la mujer es un objeto de deseo y consumo, que provoca, seduce o accede a las insinuaciones, ofertas y/o agresiones de un hombre siempre potente, dispuesto, dotado y que hace gozar.

Internet, también, es un espacio en el que mirar y hacer para ser mirado, es la condición que se ha de cumplir para sentir que se es existente para el otro, para sentir que se está en onda y así evitar la vivencia de aislamiento. Un otro virtual, una comunidad de usuarios que se divierten haciendo culto a la imagen y en donde el uso de la palabra y el enunciado apenas ocupa lugar.

Por los intersticios de la pantalla, la incitación al consumismo se nos presenta con la promesa de hacer más llevadero el velatorio ante el duelo por la caída de la imago paterna. Ningunea el valor estructurante de la renuncia pulsional del no todo es consumable, e invita a catar su propio ideal, seduciéndolos a trasgredir la ley y empujándonos al todo es consumible.

 “Si yo fuera millonario, me compraría coches caros y cuando me aburriera de ellos, compraría otros y luego otros. Así no me aburriría nunca”

Pedro, adolescente de 14 años con problemas de autocontrol

Así, este mantra del consumismo activa de forma eficaz la estructural insaciabilidad del ser humano de la mano de la obsolescencia programada o el comprar-tirar- comprar; una diabólica trampa que instaura el principio del nada perdura, nada se recicla, haciéndonos creyentes del valor de lo nuevo e incubándonos la idea de que en ello se halla lo que nos falta para sentirnos mejor.

El consumismo es un canto a la no renuncia, a la desregulación que genera violencia y convierte al sujeto consumidor en objeto autoconsumido, al abandonarlo al amparo de su empuje pulsional.

La matriz corporal: Cuerpos inscritos y cuerpos adscritos

El cuerpo es el lugar en donde guerrea la pulsión desde el inicio. Un lugar que requiere de cuidados y de la palabra del Otro materno, a fin de que el niño-a vaya habitando e incorporándolo al campo de su experiencia.

La primera experiencia especular de completud y la posterior investidura libidinal hacia ese cuerpo que va siendo hablado, con el tiempo, ha de dar lugar a un cuerpo que hable, siempre que se den las suficientes condiciones. Así como el niño hablado deviene en niño que habla, el cuerpo hablado[9] devendrá en un cuerpo hablador. Un cuerpo inscrito

El cuerpo que habla, es un cuerpo que completa el enunciado que la palabra no alcanza a decir, de manera que también el cuerpo es un emisario del inconsciente, de aquello que queda reprimido, negado o disociado.

¿Qué dicen los cuerpos de los adolescentes de hoy?

Podemos resumir que nos encontraremos con sujetos que viven su cuerpo desde el estatuto del deseo y quienes lo viven desde el estatuto del goce. Los primeros presentan un cuerpo simbolizado con sus respectivos modos de gozar en los que incluyen al Otro. Los segundos, por el contrario, actúan su  real con muestras de debilitamiento en el registro simbólico.

Diremos, por ejemplo, que el lugar del cuerpo en la represión o en la disociación, es el cuerpo del acting-out. Es el cuerpo del mensaje a descifrar, del dicho omitido y disfrazado en hecho. El cuerpo del acting out, es el cuerpo de la histeria, el cuerpo  que desea ser mirado, atendido y, por lo tanto, exhibe su superficie delgada, musculada, siliconada, tatuada, tuneada, etc. y, a su vez, mira otros cuerpos y se compara. Son cuerpos instalados en el deseo, que requieren de la presencia del otro. Cuerpos de gozan mirando y haciéndose mirar (goce escópico: voyeur-exhibicionista)

Sin embargo, hay cuerpos que han sido poco habitados por la palabra, poco corporeizados (tocados-contenidos-hablados) y que presentan dificultades para enunciar. Cuerpos cuyo decir, no es “signo y sustituto” [10] del contenido reprimido, sino materialización de la pulsión desamarrada Esos cuerpos para los que el otro va desvaneciéndose, cuerpos que ya no quieren tener interlocutor y, por ende, no desean renunciar al goce máximo, ese que les convierte en objetos auto-consumidos.

Cuando el tsunami de la pubertad-adolescencia exige al sujeto posicionarse ante los interrogantes que plantea su incipiente sexualidad, los cuerpos devienen en respuesta haciendo acto de presencia. Los cuerpos suficientemente bien libidinizados a lo largo del periodo evolutivo, aquellos que hayan integrado la experiencia de haber sido tocados-contenidos-hablados, podrán acometer este impasse de readecuación al nuevo cuerpo sexuado, con mayores garantías que aquellos otros  que  hayan carecido de la interdicción de un otro del contacto hablado. En la pubertad, para lo bueno y lo malo, lo infantil se reactualiza.

El cuerpo inscrito o corporeizado es el cuerpo del deseo y cualquier tratamiento que el sujeto dé a ese cuerpo, cabe entenderlo como un dicho. Por el contrario, aquellos cuerpos cuya corporeización haya podido quedar en suspenso o no haberse efectuado debidamente, podrán presentar fenómenos de fuga metonímica.

Así, nos podemos encontrar entonces con sujetos adolescentes que buscan adscribirse a familias sustitutas, a comunidades que se nombran por suplencias significantes, síntomas mudos que actúan el vacío (o la fragilidad) simbólico y que, por lo tanto,  adquieren más categoría de signo que de síntoma.

Hablamos de la anorexia grave, de la vigorexia, de los cuerpos hipermusculados o hipersiliconados, de los cuerpos en los que el tatuaje deja de ser un capricho estético y se impone como una necesidad, el cuerpo de los cortes o las marcas, entre otros.  Son los cuerpos del exceso y la pulsion desamarrada, cuerpos adscritos a una comunidad, aquellos que no hacen espacio al otro, que no buscan dialogar. Cuerpos que actuarán la agresión padecida en autoagresión (olvidados, sometidos, violentados) o se convierten en objetos de agresión, haciendo acto de presencia (peleas, etc.).

En este trance toma sentido la frase de Lacan; “no somos un cuerpo; tenemos un cuerpo”

 “No sentía dolor en las peleas, por mucho que diera o me dieran…No me acuerdo de ninguno de ellos (en relación a los contrincantes)”

(M. adolescente de 14 años y pandillero)

Dicho lo cual…

Cuando Miller plantea que aquellos sujetos que ceden frente a su estructural pulsión violenta y se permiten “activar su deseo de destrucción”, pudieran ser clínicamente ubicables bajos las premisas de una “falla en el proceso de represión o, en términos edípicos, en un fracaso de la metáfora paterna”, hace referencia clara a los sujetos con estructura psicótica, principalmente. Sujetos, por lo tanto, que al no haber podido acceder a la vivencia de una renuncia estructurante, se hallan asediados por el imperativo del plus de goce.

¿Acaso las coordenadas socio-educativas que experimentan tantos y tantos menores de hoy en día, no son las mismas que orientan su devenir desde “una falla en el proceso de represión…”? Hablamos de adolescentes que:

  • Crecen en la época de la  devaluación de la trasmisión y la narrativa intergeneracional.
  • Son bombardeados por mensajes que  exaltan al consumo metonímico que obtura el impasse necesario para pensar y buscar salidas.
  • Son monitorizados en la objetualización y el consumo de las relaciones interpersonales.
  • Se sumergen en la porno-sexualidad, como escuela para aprender a hacer-deshacer con el  partenaire, generando modelos de relación
  • Emigran a otros  marcos supletorios de identificación horizontal auto excluyentes (en muchos casos).
  • Viven la preeminencia del goce escópico. Presentan una estética corporal consiste en enseñar, evidenciar y no tanto en insinuar o sugerir.
  • Una época en la que la piel lleva marcas (adscripciones imaginarias), que en ocasiones delatan los agujeros (simbólicos) de cuerpos mal habitados.

Bien, pues sobre este caldo de cultivo, cabe pensar en la concurrencia significativa de manifestaciones de violencia adolescente, bajo las coordenadas del pasaje al acto como fórmula para hacer consigo o con el otro. Manifestaciones en las que el cuerpo actúa allí donde el pensamiento cesa.

Violencias relacionales y las otras

Así, el acoso entre iguales, la violencia de género o la violencia filio-parental, en buena medida, pudieran ser entendidas como manifestaciones de la falla en la adquisición de dicha renuncia (falla en el proceso de represión), hoy

¿A que hubieran de renunciar y en qué consiste dicha renuncia?

La renuncia siempre supone una elección y en los  casos de violencia hacia afuera (hetero-violencias) sería la renuncia a invadir el campo vital del otro (consumir al otro), como zona limítrofe y ante cuya transgresión surge la culpa, la vergüenza, el horror o cualquier otra modalidad de angustia, así como la conciencia de haber transitado un lugar indebido o prohibido.

No hablamos aquí de una renuncia que se coge o se deja a voluntad, sino de un freno de mano  que surge de la propia subjetividad, al haber sido recibida vía identificación simbólica por parte de una persona adulta significativa, portadora de la autoritas y transmisora de la ley, así como de un cierto ideal que  proteja ante el imperativo de la pulsión a consumar-consumirlo todo. No olvidemos que este proceso es inconsciente.

Como meras reseñas ilustrativas diremos que en algunos casos de bulling, por ejemplo, se trataría de la falla en renunciar a invadir el campo del otro-igual, al detectar en ese otro un rasgo sentido como insoportable en el sujeto que actúa. Un rasgo éxtimo (Lacan) que interpela a una parte tan íntima como inaceptable en este sujeto actuador. Éste ubica el peligro a fuera (en la víctima) y al acometer contra él, busca acallarlo dentro de sí.

En un buen número de casos, se trata de manifestaciones de crueldad en las que la persona agredida queda expulsada del lazo social o reducido a un resto que conviene tener a mano para seguir acallando las voces internas.

También observamos mayores dificultades en la intermediación por parte de los adultos ante este tipo de conflictos, lo que escenifica la devaluación de la función reguladora  mencionada en un apartado previo del texto (en padres, vecinas, profesorado, etc.).

En segundo lugar, la violencia de género entre adolescentes habrá que ver si concurre por los mismos cauces explicativos que entre la población joven y adulta. En tales casos el varón no renuncia a objetualizar al partenaire sentimental  como una mera propiedad a la que someter para degradarla, como objeto de goce, proyectando la propia inseguridad e impotencia.

Según investigaciones, entre la población adolescente femenina, de forma mayoritaria,  no se estima como violencia las conductas de control (quitar el móvil, impedir salir con amigos, controlar donde se está, etc.) por parte de sus parejas. Por el contrario, se significan estas conductas sometedoras como muestras de amor que generan ideas tales como “cuanto más me controla, más me quiere”, “será que le intereso “o “todos hacen lo mismo; pero si le quieres, no puedes ser tajante”.Se niega el sometimiento y se la justifica en base a una idea equivocada de amor.

Curiosamente, este tipo de relaciones clásicas eran la pauta en épocas en las que la mujer no había salido del espacio de sus labores domésticas y el hombre era el que portaba el dinero al hogar. Era la época en la que las veleidades del marido se justificaban por razones, culturales, religiosas o de supervivencia. Pero en la época del poliamor, del acceso de la mujer a la universidad, al mundo laboral, etc., resulta cuanto menos chocante esta repetición, que como tal, bien pudiera ser considera como síntoma de un ideal que no se ha alcanzado y muestra de que la estructura subjetiva en el hombre y en la mujer no son la misma

En tercer lugar, del trabajo en casos de violencia filio-parental, por ejemplo, sabemos de la existencia de golpes, gritos y amenazas que generan un estado de sitio familiar, en que el hijo o la hija se erigen como portavoces de una furia y un odio ingobernables y difíciles de atemperar. Por suerte, el psicoanálisis desde  Freud ya nos advierte de la ambivalencia del lazo amoroso, un fenómeno que más adelante Lacan reformulará con el neologismo odioenamoramiento y que viene a significar que “el odio está del costado del Eros (amor) y supone un lazo muy fuerte al otro, un lazo social eminente[11]”.

Algunos actos de violencia filio-parental, en los que la conducta enmascara un mensaje latente, bien pudieran ser interpretables por el clínico como demandas  filiales a ser regulados y acogidos con la presencia hablada, con la presencia de contacto, significantes ambos de un signo de amor en falta.

Joseba es un adolescente de 15 años que acude a consulta con su padre (separado de la madre de joven), a petición del chaval “porque no puedo controlarme; me paso mucho con mi padre, no aguanto a la profesora, ni a la educadora…y no sé qué hacer”, dirá angustiado y llorando amargamente

No obstante, existe la violencia gratuita y en tales casos la renuncia estructurante tiene que ver con lo relativo a no someter al padre o a la madre, consumiéndolos con demandas de exigencia que colmen el vacío que siente el hijo-a (quizás) por no haber vivido una presencia reguladora.

Ante el imperativo al consumismo y la tendencia cada vez mayor a objetualizar las relaciones, cabe preguntarse si somos reciclables los padres y las madres de hoy

Esta pregunta introduce otra posible vía de tratamiento a la violencia filio-parental, no tanto como un llamado a la regulación (acting out), sino más bien como una omisión a la misma y a la puesta en acto del propio ejercicio del descontrol autosatisfecho (pasaje al acto).

Por último, el propio Miller plantea que “hay que distinguir cuando la violencia vuelve a salir por un fracaso del proceso de represión “o a consecuencia  “de una falla en el establecimiento de la defensa” [12].

El segundo entrecomillado invita a pensar en aquellas situaciones en las que la defensa previamente establecida cede al empuje de la violencia destructora. Una posible causa de este derrumbe defensivo pudiera ser atribuida a la quiebra del sentimiento de lazo o vínculo del sujeto implicado.  Podría decirse que se trataría de la escenificación en acto del hecho de sentirse arrojado del campo del deseo del otro. Tal pudiera ser la hipótesis, de la comisión de suicidios por parte de jóvenes esquinados en sus habitaciones, sintiéndose expulsados del lazo social y padeciendo la violencia de no sentirse sujetos de deseo y prescindibles.


[1]  Inhibición, síntoma y angustia-S. Freud

[2]  La violencia y su estructura subjetiva – Beatriz Janin

[3]  Niños violentos. J.A.Miller

[4] Las formaciones del inconsciente.  Lacan, J., 

[5] La autoritas se conquista mediante la adhesión, la persuasión y la convicción del buen ejemplo de alguien sobre otro. De esta forma, las indicaciones de la persona revestida de autoritas no son imposiciones sino más bien acogidas de buen grado, ya que el que tiene la autoridad va por delante en aquello que indica. Se basa fundamentalmente en el ejemplo y es imprescindible para lograr de aquellos sobre los que se ejerce la verdadera o obediencia: aquella que se sustenta sobre la aceptación de la superioridad moral del que ordena y que permite que el que obedece haga suyo lo mandado.

[6] Sin embargo, como tal función, no está vinculada al padre como único destinatario, sino al adulto que pueda ejercer la tarea de regulación y orientación.

[7] Silvia Elena Tendlarz, “La delincuencia juvenil desde la perspectiva psicoanalítica”

[8] Silvia Elena Tendlarz, “La delincuencia juvenil desde la perspectiva psicoanalítica”

[9] El cuerpo hablado. Jean Le Du

[10] Inhibición, síntoma y angustia-S. Freud

[11]Nota: Niños violentos. J.A.Miller

[12] Ibidem. “Niños violentos”

EL DERECHO A TENER RESPONSABILIDADES

EL DERECHO A TENER RESPONSABILIDADES

“Anualmente el día 20 de noviembre se celebra el Dia Internacional de los Derechos de la Infancia. Es un día de celebración por los avances conseguidos, pero sobre todo es un día para llamar la atención sobre la situación de los niños/as más desfavorecidos…”(UNICEF)

Al hablar de derechos infantiles es frecuente que nos asalten a la memoria imágenes de penurias desgarradoras como la hambruna de tantos países de sobra conocidos, las avalanchas migratorias con menores como protagonistas, acompañados o a solas, los negocios de prostitución con niñas compradas o secuestradas y prisioneras de un destino muy difícil de esquivar, así como un largo etcétera de situaciones y vidas dañadas que dan muestra clara  de las desigualdades geopolíticas y , sobre todo, de las pocas ganas de los países poderosos de arrimar el hombro y ayudar. Por el contrario, se acrecienta la avaricia, el matonismo y la desafección empaquetada en perversas y solemnes palabras fraternales, solidarias, salvíficas, que dan cuenta de lo peor de la especie humana.

Luego están, menos mal, las personas que toman partido. Son las menos, pero están y dignifican el género humano. Son aquellas que no miran para otro lado y se ponen manos a la obra a ayudar, Estoy hablando de quienes a través de ONG-s, fundaciones, organizaciones del tercer sector, de terminadas propuestas políticas o de modo particular, colaboran en mitigar la miseria en todos sus órdenes.

La nuestra es una sociedad avanzada en donde a pesar de no haber horrores como los arriba mencionados, también hay submundos en donde las penurias son reales, así como lo son las familias que piden limosna o los niños y niñas que viven situaciones de desprotección en diferente grado. A pesar de que en nuestro entorno dispongamos de una red de servicios sociales, sanitarios  y comunitarios avanzada, así como una cultura de solidaridad real que se nutre de un pasado migratorio que ha hecho de la hospitalidad un valor sumamente necesario y reconfortante, no debiera de haber pretextos para seguir apostando por fórmulas de mejora en la atención de situaciones de vulnerabilidad infanto-juvenil y, fundamentalmente, hay que reflexionar sobre el tipo de sociedad que queremos crear y dejarles en herencia.

La literatura común sobre los derechos de la infancia está íntimamente ligada a situaciones en donde la conculcación de los mismos ha sido flagrante. Es decir, situaciones en los que la ausencia de derechos ha sido la pauta y ante lo cual la idea de progreso o avance consistiría en el hecho de enunciar, consensuar, proveer u otorgar derechos. Así, en las sociedades occidentales vinculamos la modernidad con el progreso y el progreso con los logros. En este sentido cabe señalar que hablamos del logro de derechos en términos de valor e, implícitamente, de plusvalía. Frases tales como “la vida de un niño africano no tiene valor”, no son casuales ni tampoco metafóricas, pues la hambruna y la muerte acaban dando razón a la literalidad del enunciado.

Orientemos por un momento la mirada hacia nuestra sociedad y enfoquémonos en el análisis de los infantes y adolescentes hiperconectados, hiperestimulados, hpersexualizados (J.R. Ubieto). ¿Cuáles serían los derechos que les son conculcados a estos niños/as de la era digital, del tecno-ocio, de la tecno-pornografía, que viven enchufados sin apenas pausa a un Otro que promete colmarles de cosas, con la salvedad de que no dejen de consumir? Un Otro que cual mago saca de la chistera productos de mayor atractivo (plusvalía) que al poco de salir al mercado, se presentan con la marca de lo obsoleto, de lo prescindible. Un Otro que manipula las necesidades de los menores de edad, así como las nuestras, multiplicándolas hacia el infinito y más allá.

Quizás debamos de mirar el logro de derechos no sólo como un plus que debiera de ser conquistado o como una ausencia que hubiera de colmarse, en términos cuantitativos. Quizás en la relativo a la infancia y adolescencia, tengamos que dialectizar y comprender que más no es necesariamente mejor, ya que el más de mercado de consumo, siempre es un menos.

Vivimos en un mercado de consumo feroz, basada en la oferta y la demanda, con una tecno-semántica en donde significantes como valor, logro o conquista acaban perdiendo la polisemia y subvierten su sentido en una única dirección: la ganancia de capital.

Una sociedad que entroniza el consumo como principal modo de adquisición y logro de felicidad, puede llegar a convertir el logro de  derechos en objeto de consumo. En este sentido, cabe tener una cierta prudencia ante proclamas que alientan al derecho a acceder a derechos, ya que si bien el acceso a los mismos es lícito y hay que hacerlo valer, no resulta fácil un buen uso de los derechos, ya que  eso supone hacer un buen uso de las responsabilidades emparejadas.

Cabe pensar que el  Pedid, y se os dará (Mateo 7:7) bíblico, es una invitación a crear siervos o personas que liguen su condición de sujeto a la providencia, al mana o como el psicoanálisis nos ha enseñado, a la no castración. Por el contrario hay que proveer a los infantes y jóvenes de la experiencia de la RENUNCIA AL TODO del consumismo, para poder acompañarlos en sus dificultades, parones, indecisiones, y, poco a poco, ayudarles a mirar el futuro con cierto espíritu, con un cierto gusto por la vida.

Dicho de otro modo, los derechos cabe entenderlos como patrimonio (valor) que haya que bien-cuidar, de forma apreciativa y no malgastarlos, como la batería del móvil, o usarlas como piedra arrojadiza (…tú no tienes derecho a nada…” “…yo tengo derecho a….y si no te denuncio…”). Un patrimonio y un hacer uso de los mismos orientados a lo que la legislación actual establece como bien superior de la persona menor.

Volviendo a la pregunta acerca de qué derechos son los que se conculcan a los menores de edad, cabe pensar en el derecho a tener responsabilidades, entre otros.

Progenitores ausentes ante hijos/as enREDados

Progenitores ausentes ante hijos/as enREDados

La obsolescencia programada  o el “comprar, tirar y comprar” es un signo de nuestros tiempos. Es la forma de incentivar el consumo, una de las formas de mover la economía, mediante el gasto corriente. Se basa en el hecho de que lo nuevo es mejor y, además, necesario. Pero lleva implícita una diabólica trampa: nada perdura, nada se recicla…

… sólo importa lo que se puede adquirir, el nuevo modelo de móvil, la nueva actualización del smarphone o  las nuevas prestaciones de tal coche. La tecno-semántica se ha apoderado de nuestro día a día. ¿Somos reciclables las personas adultas a ojos de las nuevas generaciones?  No es añoranza por el pasado, de las épocas en las que los ancianos/as  eran mirados con afecto y atención, porque se les atribuía la trasmisión de un saber. Un saber biográfico: una vida vivida, llena de relatos.

Repito, hoy el pasado no cuenta, ya que nos han incubado el virus de atender lo nuevo con desaforada ansia; para “tirarlo, comprarlo y tirarlo”. Un ansia muy difícil de regular, de domesticar, porque las mass-media ya se encargan de adoctrinarnos con la idea de que en el consumo se halla lo que nos falta para sentirnos mejor. Se trata del consumismo como antidepresivo.  Se trata de una mentira que genera violencia, porque otorga pleitesía al principio del placer, al “yo-mi-me-conmigo…”, con la consabida incapacidad de tolerar la espera y la frustración, así como la opinión ajena, etc

La agresividad es estructural, viene de serie en el ser humano, y es por ello que debe de ser regulada, para impedir que se manifieste de forma caótica. Si queremos apostar por la convivencia, tenemos que domesticar el impulso hacia la compulsión. Un impulso que tiene su manifestación en el devenir diario y, particularmente, en el terreno de las relaciones.

El hecho de que el bulling esté tan presente en los medios, no es señal de que éste sea un fenómeno nuevo. Sabemos que   viene de siempre, pero cabe decir que hoy en día se presenta con ciertas particularidades propias de la época. Una de las más significativas es que la intervención del adulto no resulta tan determinante para erradicarla como hace veinte años, por ejemplo.

Si hablamos de violencia  filio-parental, también hablamos de la caída del autoritas del padre o la madre. La obediencia como valor de respeto no está tan asegurada, como tampoco es  tan reconocible  la capacidad antaño atribuida por los hijos/as a sus padres y madres de servirles de brújula en el devenir, como portadores de un saber e inventores de soluciones.

Es la pantalla  la que ha usurpado el lugar al padre y a la madre, convirtiéndose en el nuevo guía e  interlocutor para los púberes y adolescentes de nuestros días. Es donde buscan las respuestas y donde hacen amigos/as, en un afán de contabilizar la popularidad. La pantalla no es sólo un espacio lúdico; es un territorio en el que google, yahoo y demás  monitorizan la educación, los gustos y la socialización de los jóvenes de hoy, en tanto padres y madres estamos absolutamente ajenos de los contenidos que visitan. Antes les poníamos un video a los más pequeños. Ahora les ponemos una Tablet, para que entren en la red, una red que sin guía hace de guía y les acaba enredando en la ciebereducación, absortos en la pantalla, mientras se hacen ajenos al encuentro con un ser adulto, significativo, sin cuya participación no se regula el impulso, ni se interioriza un auténtico GPS vital.

El acto agresivo y el acto violento: Mensaje o despropósito

Sín palabrasLa agresividad es algo inherente a la naturaleza del ser humano. Es una emoción, como lo puede ser la alegría o la tristeza. Además, la manifestación de la misma se debe entender en función del momento en que aparece, de las causas que la precipitan, hacia quién va dirigida y el por qué.

Los bebés cuando nacen manifiestan agresividad. Tienen hambre y lloran, se sienten sucios y gritan, se sienten solos y se quejan.

Hasta aquí todo normal, nadie siente que esta expresión de agresividad tenga que ver, con algo problemático. La madre o el padre, en el mejor de los casos, son capaces de entender en qué momento aparecen estas manifestaciones, qué causas tienen que ver en la situación que se genera, hacia quién se dirige el niño/a y el por qué. La familia responde adecuadamente hacia la petición, que entiende que le hace el bebe, es capaz de tranquilizarlo y de cubrir sus necesidades.

Esto es lo que pasa en la mayoría de las familias, pero algunas se preguntan ¿por qué no se calma este niño?

Bien, descartemos problemas de índole física, que podrían estar interfiriendo en las sensaciones del menor. A veces ocurre que la provisión de cuidados suficientemente buenos, se interrumpe. Problemas en la pareja, laborales, individuales en alguna de las dos figuras parentales, provoca que la situación de estabilidad familiar se vea menoscabada. Así pues la percepción del niño se ve influenciada por estos problemas externos que le afectan en su desarrollo interno, provocando un nivel de tensión mayor que en ocasiones es más difícil de calmar por un medio ambiente, que a su vez está atravesando un mayor momento de inestabilidad.

En la medida en que sigue el crecimiento en el menor, estas situaciones problemáticas del pasado han podido quedar escondidas. Pero será en algún momento, con las tensiones por las que atraviesa el niño (inicio de la escolarización, frustraciones con sus iguales, normas y límites familiares,…) cuando el manejo de esa tensión pueda provocar de cara al exterior, conductas agresivas que tal vez excedan la normalidad.

La idea sería, ¿qué quiere transmitir el niño con esta manifestación?

La agresividad del niño no busca agresión, busca reconstruir la línea de cuidado que en su momento se vio interrumpida. Será el medio facilitador que esté a disposición del menor quien pueda transformar esa agresividad en creatividad, recuperando la conexión emocional que necesita el niño para continuar con su desarrollo de una manera normalizada.

El problema aparece cuando este restablecimiento no se da. La conducta incipientemente problemática, no es contenida por un medio ambiente que facilite esta reconstrucción y de esta forma la conducta problema se va instalando como una característica formal de funcionamiento en el niño.

Aparece en el ámbito familiar y se traslada al ámbito social (escuela, iguales, sociedad) y también en ese sentido, la contestación que el menor recibe es proporcional a la agresividad que coloca en su medio ambiente. La misma que le hizo sufrir una discontinuidad con su línea de desarrollo emocional, asentándose cada vez más la ruptura entre lo que hago y lo que necesito. La bola de nieve se hace cada vez más grande, los estallidos agresivos más graves y las posibilidades de escuchar, más allá del ruido, más difíciles. Lo patológico se instaura como característica de la personalidad del adolescente y las posibilidades de recuperación son más complejas.

De la falta o escasez de cuidados también crecen niños/as con poco tono y una actitud huidiza o temerosa. Ósea que ante similares escenarios materno–filiales, habría niños/as que a la postre pudieran desarrollar actitudes demandantes, atrevidas y/o confrontativas, , pero también habrá quienes decidan invisibilizarse ante la mirada ajena. Niños/as, que van desarrollando una noción de carencia de valor de sí, que les limita el deseo de explorar el contacto con los demás.

La actitud agresiva adquiere una vertiente externalizante, manifestándose en la relación, mediante la actitud de desafío, control, exhibición o similar. Y en el segundo caso, la agresividad se internaliza, se “traga”, se guarda, generando autoinculpación.

Las dos modalidades representan modos peculiares de afrontar las relaciones y dependerá del grado de desajuste que presenten, el que puedan llegar a ser considerados como conducta problema. En tal caso, hablaríamos de expresiones mal moduladas del impulso agresivo.

También hay que destacar que es una forma de decir, de señalar “un sufrimiento” que no se sabe mudar en palabras. Esto nos puede parecer sorprendente, pero es indudable el valor de mensaje del comportamiento agresivo, aunque la forma que se elige para “decirlo” hace que lo que se necesita del otro, nunca llegue a ser recibido, bien porque el modo agresivo genera miedo o rechazo, pero fundamentalmente, porque la petición de fondo que el acto agresivo lleva encriptado, es una demanda de pertenencia, de ser bien-mirado y tenido en cuenta y sostenido en ese mirar.

En este sentido, la conducta agresiva cabe ser entendida como una no cesión ante lo que se intuye como no recibido, presenta una disposición hacia la subsistencia, hacia la pervivencia y busca tenazmente suturar el dolor que genera esa carencia, por cualquier vía.

El problema radica en el hecho de que los condicionamientos originales, de crianza y cuidados hayan sido muy graves, o percibidos como tales. Este tipo de escenarios pueden ser la matriz de actitudes reactivas proporcionales a la carencia de cuidados vivida. En tales casos, podemos hallarnos bien ante sujetos “supervivientes” que debido a experiencias resilientes posteriores, hayan podido revertir un destino plagado de dificultades. Pero también están quienes hacen de su itinerario vital una suerte de vía crucis en donde la búsqueda del amor no recibido, trasmuta en el acercamiento a toda tipo de adicciones, conductas de riesgo y/o disruptivas.

En este sentido, el dolor por la falta de amor puede generar agresividad, pero también violencia. En la agresividad hay un deseo de comunicación, que si bien es inadecuado, no deja de tener un valor de mensaje. Hay una búsqueda de reparación, una necesidad de que desde el exterior surja alguien lo suficientemente sostenedor como para poder contener la furia, el rencor o la rabia acumulada y redirigirlo hacia una zona de impasse, en donde se dé un encuentro  y  pueda surgir la posibilidad de la  palabra como emisario reciente, de trasmisión y testigo de “aquello que ocurrió”. Como puente de un testimonio.

Sin embargo, en la conducta violenta no existe un otro al que dirigir tal o cual mensaje. No se alberga una querencia hacia la pertenencia, hacia la reconstrucción de un lazo, hacia el contacto. Ya se ha prescindido del deseo de ser significativo para el otro, de recibir el arrope de su mirada. Quizás lo hubo, pero en su devenir de dolor emocional, en el tránsito de ausencia de cuidados, se difuminó. Así el sujeto sucumbió al dolor ciego y al hecho de su irreversibilidad. Ese dolor desmedido, pudo generar anestesia emocional (o no) y un actuar destructor igualmente desmedido. En tal estado de cosas,  no hay cabida para la restauración, ni para el sueño de poder ser rescatado.

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