Violencia en la subjetividad adolescente de hoy
Hay una violencia sin porqué que es su propia razón para ella misma
J.A.Miller
En los primeros años de su enseñanza, Lacan diferencia entre la intención agresiva y tendencia agresiva. Define la primera como un cúmulo de comportamientos propios del Yo en aras a salir de su mundo propio y adentrarse en el espacio de las relaciones interpersonales. Por otra parte, la tendencia agresiva correspondería a una pulsión que socavaría la búsqueda de establecimiento de un lazo social y se dirigiría más hacía la satisfacción desmedida del propio impulso agresivo, en su vertiente dañina.
Más adelante, aportará dos nociones de suma importancia: el acting out y el pasaje al acto.
El acting out quiere decir que alguien pone en acto una circunstancia particular en el sentido de un llamado al Otro. Un llamado intencionado. Se trataría, en tal caso, de una demanda muda a través de una conducta sintomática, entendiendo el concepto de síntoma aquí como “un signo y un sustituto[1]” de aquello que no consigue ser tramitado por la palabra. Una conducta que debe ser atendida como una manera, quizás la única en tal momento, de pedir ser escuchado, mirado o sostenido, en definitiva, una conducta que busca hacer lazo.
Tal y como señala la psicoanalista Beatriz Janin, el acto violento, muchas veces, “es un recurso para hacerse ver, para demostrar que uno existe en el mundo en el que siente que no tiene un lugar[2] “
Por otro lado, introducimos la idea de pasaje al acto como un arremeter sin deseo de decir, sin dimensión de mensaje, ni búsqueda de un otro destinatario que lo pueda descifrar; sino la absoluta, decidida e imparable intencionalidad de dar rienda suelta a la pulsión violenta, a la tendencia agresiva “que rompe y encuentra una satisfacción en el simple hecho de romper[3]”
¿Qué es lo que se estaría demandando en un acting out y, por el contrario, qué es lo que se rompe en un pasaje al acto violento?
Para poder avanzar en el análisis de esta doble pregunta, nos basaremos en dos citas.
Por una parte, Lacan conceptualiza que “toda demanda del sujeto al Otro es en el fondo una demanda de amor[4]”, una demanda de su presencia. Que esté y “no es demanda de este objeto o aquél, sino que se dirige a un punto más allá, al ser mismo del Otro”. Este enunciado, bien nos puede servir para entender la agresión en su vertiente de “llamada de atención”, como un mensaje inconsciente que busca una reparación.
Por otro lado, Miller nos advierte que en contraposición a la violencia como causa, “hay una violencia sin porqué que es su propia razón para ella misma” (J.A. Miller, ibídem). Una violencia que estando sujeta, puede precipitarse y manifestarse desbordada en base a la concurrencia de determinadas coordenadas vitales, las cuales podremos como clínicos cernir a posteriori, pero que en cualquier caso se trataría de una violencia que no presentaría una finalidad reparadora, como en el acting out, sino de ruptura de lazo con ese otro, unida a la propia desaparición como sujeto.
¿En esta época de devaluación de la imago paterna, en su doble vertiente de regulación (freno de mano de la pulsión del hijo-a) e impulsor de un Ideal(orientar y acompañar en la génesis del itinerario vital), qué estatuto adquiere la conducta violenta en el sujeto adolescente? A continuación, presentamos algunas coordenadas que puedan orientar la reflexión.
La matriz familiar: El Otro consumido
Muchos padres y madres de hoy, debilitados por situaciones laborales precarias, la importante tasa de separaciones y divorcios en edad de crianza o vivencias de soledad (monoparentalidad y falta de red de apoyo, etc.), entre otras situaciones, se encuentran desorientados con la sensación de no sentirse dueños de sus destinos, experimentando la angustia de cohabitar con unos hijos/as en ante quienes no saben cómo posicionarse, incómodos en el ejercicio de su autoritas[5] parental, en el sentido que refiere el derecho romano.
Ello hace que nos encontremos con adolescentes que experimentan la ausencia de adultos que sean capaces de sostener, regular y orientarles en sus impasses; una tarea
históricamente designada al padre de familia y que por ello Lacan lo nombrara como función paterna[6]. Jóvenes sin una orientación vital, “[7]cada vez menos identificados con sus historias familiares discontinuas y llenas de agujeros” biográficos, cada vez más alejados e incrédulos de la importancia de la trasmisión intergeneracional.
Identificaciones horizontales o vínculos supletorios
En este sentido, la ausencia de un faro identificatorio troncal en la biografía de un sujeto adolescente, precipita la experiencia de un vacío de respuesta ante la pregunta sobre qué tipo de vida ha de construir. Ello, en ocasiones, anima al joven a buscar una adscripción identificatoria en comunidades horizontales que le permitan contestar a la pregunta sobre quién es.
Paralelamente, los expertos nos advierten de que esta expansión identificatoria actual “no va de la mano de la tolerancia y el respeto por lo diferente y extraño”, cosa que hubiera supuesto un avance; sin embargo, “los estilos de vida reivindicados en su multiplicidad y dispersión, construyen nuevas comunidades alternativas, como así también su mutuo rechazo[8] “, pudiendo generar violencia.
Comunidades que asientan sus bases en significantes que denotan cierta particularidad que busca ser reivindicada, una diferencia que no incluye a los otros grupos y que por ello, en ocasiones, lleva incorporada el virus de la segregación. En definitiva, comunidades que suponen una suplencia identificatoria y que en aras a procurar cierta sensación de sostén y pertenencia en el deseo de un otro, acaban siendo objetos de consumo metonímico.
Una Red muy familiar: El Otro del consumismo que atrapa
La pantalla ha usurpado el lugar al padre y a la madre, convirtiéndose en el gran Otro, en el nuevo guía e interlocutor para los púberes y adolescentes de nuestros días. Es donde buscan las respuestas y donde hacen amigos-as en un afán de contabilizar la popularidad.
La pantalla no es sólo un espacio lúdico; es un territorio en el que google, yahoo y demás monitorizan la socialización de los jóvenes de hoy, en tanto los mayores estamos ajenos a los contenidos que visitan. Un territorio en el que el porno-online inicia a los pre-púberes y púberes en la incógnita del sexo y lo sexual, en edades cada vez más tempranas, desprovistos de la mínima preparación para asimilar en algo los
contenidos que visitan. Contenidos en los que la mujer es un objeto de deseo y consumo, que provoca, seduce o accede a las insinuaciones, ofertas y/o agresiones de un hombre siempre potente, dispuesto, dotado y que hace gozar.
Internet, también, es un espacio en el que mirar y hacer para ser mirado, es la condición que se ha de cumplir para sentir que se es existente para el otro, para sentir que se está en onda y así evitar la vivencia de aislamiento. Un otro virtual, una comunidad de usuarios que se divierten haciendo culto a la imagen y en donde el uso de la palabra y el enunciado apenas ocupa lugar.
Por los intersticios de la pantalla, la incitación al consumismo se nos presenta con la promesa de hacer más llevadero el velatorio ante el duelo por la caída de la imago paterna. Ningunea el valor estructurante de la renuncia pulsional del no todo es consumable, e invita a catar su propio ideal, seduciéndolos a trasgredir la ley y empujándonos al todo es consumible.
“Si yo fuera millonario, me compraría coches caros y cuando me aburriera de ellos, compraría otros y luego otros. Así no me aburriría nunca”
Pedro, adolescente de 14 años con problemas de autocontrol
Así, este mantra del consumismo activa de forma eficaz la estructural insaciabilidad del ser humano de la mano de la obsolescencia programada o el comprar-tirar- comprar; una diabólica trampa que instaura el principio del nada perdura, nada se recicla, haciéndonos creyentes del valor de lo nuevo e incubándonos la idea de que en ello se halla lo que nos falta para sentirnos mejor.
El consumismo es un canto a la no renuncia, a la
desregulación que genera violencia y convierte al sujeto consumidor en objeto
autoconsumido, al abandonarlo al amparo de su empuje pulsional.
La matriz corporal: Cuerpos inscritos y cuerpos adscritos
El cuerpo es el lugar en donde guerrea la pulsión desde el inicio. Un lugar que requiere de cuidados y de la palabra del Otro materno, a fin de que el niño-a vaya habitando e incorporándolo al campo de su experiencia.
La primera experiencia especular de completud y la posterior investidura libidinal hacia ese cuerpo que va siendo hablado, con el tiempo, ha de dar lugar a un cuerpo que hable, siempre que se den las suficientes condiciones. Así como el niño hablado deviene en niño que habla, el cuerpo hablado[9] devendrá en un cuerpo hablador. Un cuerpo inscrito
El cuerpo que habla, es un cuerpo que completa el enunciado que la palabra no alcanza a decir, de manera que también el cuerpo es un emisario del inconsciente, de aquello que queda reprimido, negado o disociado.
¿Qué dicen los cuerpos de los adolescentes de hoy?
Podemos resumir que nos encontraremos con sujetos que viven su cuerpo desde el estatuto del deseo y quienes lo viven desde el estatuto del goce. Los primeros presentan un cuerpo simbolizado con sus respectivos modos de gozar en los que incluyen al Otro. Los segundos, por el contrario, actúan su real con muestras de debilitamiento en el registro simbólico.
Diremos, por ejemplo, que el lugar del cuerpo en la represión o en la disociación, es el cuerpo del acting-out. Es el cuerpo del mensaje a descifrar, del dicho omitido y disfrazado en hecho. El cuerpo del acting out, es el cuerpo de la histeria, el cuerpo que desea ser mirado, atendido y, por lo tanto, exhibe su superficie delgada, musculada, siliconada, tatuada, tuneada, etc. y, a su vez, mira otros cuerpos y se compara. Son cuerpos instalados en el deseo, que requieren de la presencia del otro. Cuerpos de gozan mirando y haciéndose mirar (goce escópico: voyeur-exhibicionista)
Sin embargo, hay cuerpos que han sido poco habitados por la palabra, poco corporeizados (tocados-contenidos-hablados) y que presentan dificultades para enunciar. Cuerpos cuyo decir, no es “signo y sustituto” [10] del contenido reprimido, sino materialización de la pulsión desamarrada Esos cuerpos para los que el otro va desvaneciéndose, cuerpos que ya no quieren tener interlocutor y, por ende, no desean renunciar al goce máximo, ese que les convierte en objetos auto-consumidos.
Cuando el tsunami de la pubertad-adolescencia exige al sujeto posicionarse ante los interrogantes que plantea su incipiente sexualidad, los cuerpos devienen en respuesta haciendo acto de presencia. Los cuerpos suficientemente bien libidinizados a lo largo del periodo evolutivo, aquellos que hayan integrado la experiencia de haber sido tocados-contenidos-hablados, podrán acometer este impasse de readecuación al nuevo cuerpo sexuado, con mayores garantías que aquellos otros que hayan carecido de la interdicción de un otro del contacto hablado. En la pubertad, para lo bueno y lo malo, lo infantil se reactualiza.
El cuerpo inscrito o corporeizado es el cuerpo del deseo y cualquier tratamiento que el sujeto dé a ese cuerpo, cabe entenderlo como un dicho. Por el contrario, aquellos cuerpos cuya corporeización haya podido quedar en suspenso o no haberse efectuado debidamente, podrán presentar fenómenos de fuga metonímica.
Así, nos podemos encontrar entonces con sujetos adolescentes que buscan adscribirse a familias sustitutas, a comunidades que se nombran por suplencias significantes, síntomas mudos que actúan el vacío (o la fragilidad) simbólico y que, por lo tanto, adquieren más categoría de signo que de síntoma.
Hablamos de la anorexia grave, de la vigorexia, de los cuerpos hipermusculados o hipersiliconados, de los cuerpos en los que el tatuaje deja de ser un capricho estético y se impone como una necesidad, el cuerpo de los cortes o las marcas, entre otros. Son los cuerpos del exceso y la pulsion desamarrada, cuerpos adscritos a una comunidad, aquellos que no hacen espacio al otro, que no buscan dialogar. Cuerpos que actuarán la agresión padecida en autoagresión (olvidados, sometidos, violentados) o se convierten en objetos de agresión, haciendo acto de presencia (peleas, etc.).
En este trance toma sentido la frase de Lacan; “no somos un cuerpo; tenemos un cuerpo”
“No sentía dolor en las peleas, por mucho que diera o me dieran…No me acuerdo de ninguno de ellos (en relación a los contrincantes)”
(M. adolescente de 14 años y pandillero)
Dicho lo cual…
Cuando Miller plantea que aquellos sujetos que ceden frente a su estructural pulsión violenta y se permiten “activar su deseo de destrucción”, pudieran ser clínicamente ubicables bajos las premisas de una “falla en el proceso de represión o, en términos edípicos, en un fracaso de la metáfora paterna”, hace referencia clara a los sujetos con estructura psicótica, principalmente. Sujetos, por lo tanto, que al no haber podido acceder a la vivencia de una renuncia estructurante, se hallan asediados por el imperativo del plus de goce.
¿Acaso las coordenadas socio-educativas que experimentan tantos y tantos menores de hoy en día, no son las mismas que orientan su devenir desde “una falla en el proceso de represión…”? Hablamos de adolescentes que:
- Crecen en la época de la devaluación de la trasmisión y la narrativa intergeneracional.
- Son bombardeados por mensajes que exaltan al consumo metonímico que obtura el impasse necesario para pensar y buscar salidas.
- Son monitorizados en la objetualización y el consumo de las relaciones interpersonales.
- Se sumergen en la porno-sexualidad, como escuela para aprender a hacer-deshacer con el partenaire, generando modelos de relación
- Emigran a otros marcos supletorios de identificación horizontal auto excluyentes (en muchos casos).
- Viven la preeminencia del goce escópico. Presentan una estética corporal consiste en enseñar, evidenciar y no tanto en insinuar o sugerir.
- Una época en la que la piel lleva marcas (adscripciones imaginarias), que en ocasiones delatan los agujeros (simbólicos) de cuerpos mal habitados.
Bien,
pues sobre este caldo de cultivo, cabe pensar en la concurrencia significativa
de manifestaciones de violencia adolescente, bajo las coordenadas del pasaje
al acto como fórmula para hacer consigo o con el otro. Manifestaciones en
las que el cuerpo actúa allí donde el pensamiento cesa.
Violencias relacionales y las otras
Así, el acoso entre iguales, la violencia de género o la violencia filio-parental, en buena medida, pudieran ser entendidas como manifestaciones de la falla en la adquisición de dicha renuncia (falla en el proceso de represión), hoy
¿A que hubieran de renunciar y en qué consiste dicha renuncia?
La renuncia siempre supone una elección y en los casos de violencia hacia afuera (hetero-violencias) sería la renuncia a invadir el campo vital del otro (consumir al otro), como zona limítrofe y ante cuya transgresión surge la culpa, la vergüenza, el horror o cualquier otra modalidad de angustia, así como la conciencia de haber transitado un lugar indebido o prohibido.
No hablamos aquí de una renuncia que se coge o se deja a voluntad, sino de un freno de mano que surge de la propia subjetividad, al haber sido recibida vía identificación simbólica por parte de una persona adulta significativa, portadora de la autoritas y transmisora de la ley, así como de un cierto ideal que proteja ante el imperativo de la pulsión a consumar-consumirlo todo. No olvidemos que este proceso es inconsciente.
Como meras reseñas ilustrativas diremos que en algunos casos de bulling, por ejemplo, se trataría de la falla en renunciar a invadir el campo del otro-igual, al detectar en ese otro un rasgo sentido como insoportable en el sujeto que actúa. Un rasgo éxtimo (Lacan) que interpela a una parte tan íntima como inaceptable en este sujeto actuador. Éste ubica el peligro a fuera (en la víctima) y al acometer contra él, busca acallarlo dentro de sí.
En un buen número de casos, se trata de manifestaciones de crueldad en las que la persona agredida queda expulsada del lazo social o reducido a un resto que conviene tener a mano para seguir acallando las voces internas.
También observamos mayores dificultades en la intermediación por parte de los adultos ante este tipo de conflictos, lo que escenifica la devaluación de la función reguladora mencionada en un apartado previo del texto (en padres, vecinas, profesorado, etc.).
En segundo lugar, la violencia de género entre adolescentes habrá que ver si concurre por los mismos cauces explicativos que entre la población joven y adulta. En tales casos el varón no renuncia a objetualizar al partenaire sentimental como una mera propiedad a la que someter para degradarla, como objeto de goce, proyectando la propia inseguridad e impotencia.
Según investigaciones, entre la población adolescente femenina, de forma mayoritaria, no se estima como violencia las conductas de control (quitar el móvil, impedir salir con amigos, controlar donde se está, etc.) por parte de sus parejas. Por el contrario, se significan estas conductas sometedoras como muestras de amor que generan ideas tales como “cuanto más me controla, más me quiere”, “será que le intereso “o “todos hacen lo mismo; pero si le quieres, no puedes ser tajante”.Se niega el sometimiento y se la justifica en base a una idea equivocada de amor.
Curiosamente, este tipo de relaciones clásicas eran la pauta en épocas en las que la mujer no había salido del espacio de sus labores domésticas y el hombre era el que portaba el dinero al hogar. Era la época en la que las veleidades del marido se justificaban por razones, culturales, religiosas o de supervivencia. Pero en la época del poliamor, del acceso de la mujer a la universidad, al mundo laboral, etc., resulta cuanto menos chocante esta repetición, que como tal, bien pudiera ser considera como síntoma de un ideal que no se ha alcanzado y muestra de que la estructura subjetiva en el hombre y en la mujer no son la misma
En tercer lugar, del trabajo en casos de violencia filio-parental, por ejemplo, sabemos de la existencia de golpes, gritos y amenazas que generan un estado de sitio familiar, en que el hijo o la hija se erigen como portavoces de una furia y un odio ingobernables y difíciles de atemperar. Por suerte, el psicoanálisis desde Freud ya nos advierte de la ambivalencia del lazo amoroso, un fenómeno que más adelante Lacan reformulará con el neologismo odioenamoramiento y que viene a significar que “el odio está del costado del Eros (amor) y supone un lazo muy fuerte al otro, un lazo social eminente[11]”.
Algunos actos de violencia filio-parental, en los que la conducta enmascara un mensaje latente, bien pudieran ser interpretables por el clínico como demandas filiales a ser regulados y acogidos con la presencia hablada, con la presencia de contacto, significantes ambos de un signo de amor en falta.
Joseba es un adolescente de 15 años que acude a consulta con su padre (separado de la madre de joven), a petición del chaval “porque no puedo controlarme; me paso mucho con mi padre, no aguanto a la profesora, ni a la educadora…y no sé qué hacer”, dirá angustiado y llorando amargamente
No obstante, existe la violencia gratuita y en tales casos la renuncia estructurante tiene que ver con lo relativo a no someter al padre o a la madre, consumiéndolos con demandas de exigencia que colmen el vacío que siente el hijo-a (quizás) por no haber vivido una presencia reguladora.
Ante el imperativo al consumismo y la tendencia cada vez mayor a objetualizar las relaciones, cabe preguntarse si somos reciclables los padres y las madres de hoy
Esta pregunta introduce otra posible vía de tratamiento a la violencia filio-parental, no tanto como un llamado a la regulación (acting out), sino más bien como una omisión a la misma y a la puesta en acto del propio ejercicio del descontrol autosatisfecho (pasaje al acto).
Por último, el propio Miller plantea que “hay que distinguir cuando la violencia vuelve a salir por un fracaso del proceso de represión “o a consecuencia “de una falla en el establecimiento de la defensa” [12].
El
segundo entrecomillado invita a pensar en aquellas situaciones en las que la
defensa previamente establecida cede al empuje de la violencia destructora. Una
posible causa de este derrumbe defensivo pudiera ser atribuida a la quiebra del
sentimiento de lazo o vínculo del sujeto implicado. Podría decirse que se trataría de la escenificación en acto del hecho de
sentirse arrojado del campo del deseo del otro. Tal pudiera ser la hipótesis,
de la comisión de suicidios por parte de jóvenes esquinados en sus habitaciones,
sintiéndose expulsados del lazo social y padeciendo la violencia de no sentirse
sujetos de deseo y prescindibles.
[1] Inhibición, síntoma y angustia-S. Freud
[2] La violencia y su estructura subjetiva – Beatriz Janin
[3] Niños violentos. J.A.Miller
[4] Las formaciones del inconsciente. Lacan, J.,
[5] La autoritas se conquista mediante la adhesión, la persuasión y la convicción del buen ejemplo de alguien sobre otro. De esta forma, las indicaciones de la persona revestida de autoritas no son imposiciones sino más bien acogidas de buen grado, ya que el que tiene la autoridad va por delante en aquello que indica. Se basa fundamentalmente en el ejemplo y es imprescindible para lograr de aquellos sobre los que se ejerce la verdadera o obediencia: aquella que se sustenta sobre la aceptación de la superioridad moral del que ordena y que permite que el que obedece haga suyo lo mandado.
[6] Sin embargo, como tal función, no está vinculada al padre como único destinatario, sino al adulto que pueda ejercer la tarea de regulación y orientación.
[7] Silvia Elena Tendlarz, “La delincuencia juvenil desde la perspectiva psicoanalítica”
[8] Silvia Elena Tendlarz, “La delincuencia juvenil desde la perspectiva psicoanalítica”
[9] El cuerpo hablado. Jean Le Du
[10] Inhibición, síntoma y angustia-S. Freud
[11]Nota: Niños violentos. J.A.Miller
[12] Ibidem. “Niños violentos”