HOMO PREDATOR

HOMO PREDATOR

Cuatro Jinetes del Apocalipsis, por Viktor Vasnetsov (1887)

El Apocalipsis siempre fue para mí una ficción. En mi adolescencia, supuso una idea mítica muy alejada de la realidad cotidiana que vivía y, además, su conocida referencia a los cuatro jinetes que recoge el Libro de la Revelaciones o Libro de la Apocalipsis hizo que lo colocara en la misma categoría de cualquier otro tebeo de acción bélica.
Sin embargo, incluso los tebeos resultan ser un relato de los avatares humanos, en términos humorísticos, amorosos, bélicos, etc. Qué decir, de los testimonios bíblicos como intento de narrar la época y dar sentido a las vicisitudes que se daban.
La guerra (jinete del caballo rojo), el hambre (jinete del caballo negro) y las epidemias (jinete del caballo pálido), fueron hechos del pasado que cíclicamente retorna y se hace hueco en la contemporaneidad, dando idea de que el homo sapiens no se cansa de repetir y tropezarse con la misma piedra; la que tiene dentro del zapato. Así, bien pudieramos decir que estos jinetes, simbolizan parte del acervo humano, el mismo que cabalga a lomos del homo sapiens desde sus inicios.
Comoo señala Yuval Noah Harari, en su libro Sapiens: de animales a dioses “el Homo Sapiens había poblado África Oriental hace 150000 años, pero no empezó a invadir el resto del planeta tierra y llevar a la extinción a otras especies humanas (neandertales y denisovas, entre otros) hasta hace, aproxidamente, unos 70000 años”.
Harari no tiene inconvenientes en hablar de un proceso de colonización y esquilma de otras familias homínidas, por parte de Homo Sapiens. Un genocidio que coincidió en el tiempo con el acceso del sapiens a la revolución cognitiva y la aparición del leguaje ficticio, hace 70000 años, ni más ni menos.
Vincular el desarrollo cognitivo de nuestro ancestro, al desarrollo de su capacidad de hacer daño parece contradictorio, ya que uno bien pudiera pensar que a más inteligencia, más cooperación. Pero, por otro lado, parece tentador pensar que el desarrollo cognitivo y sobre todo el acceso al lenguaje, alejaran al sapiens de su adaptativo reclamo al instinto como un saber que le procurase la impronta por la caza, el camuflaje o la reproducción. Un impronta que garantizaba la sostenibilidad. Sín embargo, con el lenguaje, comenzó a crear un pasado y un fututo, ya que los recuerdos y los proyectos se maceran en palabras. Comenzó a no depender de la inmediatez de su necesidad para actuar. Ya no cazaba, sólo, cuando sentía el hambre. Comenzó a tener ideas y a planificar, al disponer de un pasado del que aprendía y anticipar sus necesidades de futuro. Comenzó a acumular pensando en el mañana, a transaccionar con los excedentes para economizar esfuerzos innecesarios, a formar comunidades de intercambio. Se hizo un estratega. Pero, a su vez, en algún momento, comenzó a rumiar la posibilidad del beneficio propio y a negociar. Comenzó a ambicionar y si ya era un estratega de guerra y caza, empezó a serlo de las relaciones sociales. Repito: en algún momento dejó de necesitar y comenzó a ambicionar. Stop.
En fin, una reflexión un tanto lúdica de como el sapiens, convirtió su instintiva necesidad de pervivencia en afán de trascendencia. En afán de dominio y de apropiación. Encantado de conocerse, el sapiens quiso más y más, lejos de su ya perdida e instintiva impronta de servirse de lo que necesitaba, se acostumbró a mirarse en el espejo de sus pertenencias y a querer ambicionar lo que veía.
Creo que justo AHÍ, comenzó a pensar que se estaba quedando sin depredadores, que podía con todos, dada su capacidad de prever sus comportamientos y, en consecuencia, someterlos. Pero quizás, no se dio cuenta de que así daba origen al más feroz de ellos: el mismo.
Pero ah!, por cierto: queda el jinete del caballo blanco. Mucho se ha escrito sobre él y no faltan desavenencias sobre quien es o quien pudiera ser. Para mi es la Esperanza, la buena noticia, el bien hacer, el bien hablar. Pero ¡ojo!, el karma, como dirán los budistas es lo que te acontece a futuro, lo que esperas, en base a lo que hagas hoy.
“No hagas daño ni a la tierra, ni al mar, ni a los árboles”
Apocalipsis 7:3-4

Uharteko iskribua (2)

Autor: Rubén Feldman (médico y escritor)

El pueblo vecino se divisaba desde lo alto del cerro. Sus casas blancas, de techos bajos y planos, se hallaban insertos en el paisaje volcánico que impregnaba todo. Los colores amarillos y verdosos de la foresta, los interminables muros de piedra creaban un laberinto  de pasillos que conectaban con estancias geométricas y así, hasta donde alcanzaba la vista. Todo estaba en su sitio, incluso el más pequeño arbusto o el más insignificante pedazo de tierra no visto hasta ese instante, trasmitía la belleza de serlo todo.

Las olas no ambicionaban ser poderosas ni perennes. Se rendían humildes tras haber alcanzado la cresta, se quedaban atrás dando espacio a otras que venían de lejos esperando la ocasión de asomarse al éxtasis fugaz. Todas eran la misma. Y yo seguía feliz, riéndome por estar siendo testigo y por ser parte del suceso.

A las horas decidimos ponernos de camino a casa. En el trayecto recibí una llamada telefónica. Mi padre había sido ingresado dos días atrás en un hospital. Se encontraba bien. Por lo visto se le había descompensado fuertemente la tensión arterial, su particular caballo de batalla. El susto fue inevitable.

Regresé a mi tierra al día siguiente, tras despedirme de la gente de la isla y de mi amigo, a quien vería en breve en un retiro de silencio por el norte.

Era sábado. Al entrar en la habitación lo vi recostado en la cama en compañía de mi madre y mi hermano. Me sonrió como cuando llegaba de la mar y lo veía entrar en casa, mirando a los ojos amorosa y pícaramente. Mi padre estaba allí, al resguardo, bien custodiado y muy bien atendido. Siempre temí su desaparición y esta vez intuía que el final estaba cerca, aún a pesar de que al día siguiente le dieron el alta, porque las constantes las tenía bien. Mi preocupación por su estado se mantuvo todo el día, porque quería estar cerca de él en éste su último viaje que ya había comenzado.

Sobre las diez se quiso acostar, cansado, muy cansado, y  le acompañe. Me miro entre asustado y entregado…y me dio las gracias, girándose para abrazarme. Nunca supe cómo sería el definitivo adiós con mi padre. Nos habíamos despedido muchas veces con motivo de sus numerosos embarques, pero siempre venía, a pesar de que hubo veces que la espera se me hizo interminable. Pero regresaba. Esta vez su viaje sería distinto; se disponía a navegar a ese otro lado del color, a los bardos, a las aguas eternas junto a su padre. ¡Por fín…! Siempre lo buscó en la mar…y ahora. Junto a su  hijo pequeño; mi hermano. Partió a las 4,5 de la madrugada del 28 de marzo y en mi mente se hizo un silencio enorme, cuando lo vi marchar.

El día siguiente, de mediodía, busqué la compañía de un pitillo y estando como estaba en la cocina, abrí la ventana y me asomé al exterior pensativo. A poco más de cinco diez metros de mi observé el movimiento de un pájaro diferente, extraño, nunca visto por allá. Era una abubilla. Me quedé atónito, me froté los ojos y volví a mirar. Seguía allí, con su pico largo y su cresta-tupé coloreada. Nunca antes lo había visto por estos lares. Al rato, se lanzó en vuelo y se metió en el huerto. Cogí el móvil y le mandé un wasap a mi amigo: “Las abubillas que vimos el día pasado, eran tu padre y el mío”

Uharteko iskribua (1)

Autor: Rubén Feldman (médico y escritor)

Cinco días en la isla con mi amigo del alma. Cinco días de descanso, sol, conversación, paseos e incertidumbre. El diagnóstico que le acompaña le obliga a vivir el presente, y él ha decidido hacerlo lejos de los suyos, quizás porque la idea de presente requiere de apertura a lo nuevo y en solitario.

Bajé del avión y me acerqué a la zona de salida, en donde él me dijo que estaría esperando. Cuando llegué, miré pero no lo vi. Seguí caminando un poco más allá, en espera de que quizás más adelante pudiera estar; justo cuando oí chistar a alguien y reírse. Me di la vuelta y ahí estaba él, bien afeitado, con el semblante moreno del lugar y con un inédito pose cool, que denotaba que el cambio de vida estaba obrando. Nos abrazamos como dos niños, grandes amigos, que se encuentran en el pueblo de veraneo, después del haber finalizado el curso escolar, y sabedores de que más pronto que tarde, volverán a despedirse.

Así empezó la semana. De allí nos fuimos a desayunar y a hablar, hablar, hablar…había tanto que compartir. Y reír, troncharnos de risa, encantados como estábamos de esta oportunidad, una más de vivir la presencia mutua, juntos.

Me sugirió un plan de visitas y encuentros, salidas al monte, alguna conferencia y la ceremonia con Watsuma. Conocería a Leticia, a Manuel, Ana, Mona y sobre todo a Trini. También pasaríamos por casa de Daniel, para recoger la “medicina” y escuchar sus sugerencias sobre el lugar apropiado en donde hacer el trabajo. Poco a poco comprobé que mi amigo había creado una red de gentes, amigas, gente de la terapia, alquimistas de productos alternativos, una astróloga y  Trini, su nueva hermana. Todo ello me tranquilizó, porque veía que estaba bien acompañado.

El clima cálido y  la vegetación que me recordaba al Cabo Verde de las canciones de Cesárea Évora, exiguo de frondosidad, lugar de paso y espera, se me atragantó el primer día, a pesar de que ya lo conocía de años atrás. Y es que lo que ven los ojos, penetra por las grietas del alma, sacudiendo las estancias descuidadas, cerradas a llave o aquellas miradas de reojo, por la inquietud que contagian.

Es un magnífico lugar de retiro, pronto lo vi, un lugar de tiempo cadente y horizontal, en donde el instante se posa sin prisa mientras caminas, cocinas o, simplemente, miras. Una tierra que no alimenta el frenesí, ni la carencia. Lugar de vuelta y recapitulación.

Ocurrieron muchas cosas y ocasión habrá para escribir sobre ellas, pero hoy sólo quiero recuperar del recuerdo una de ellas. Fue el día jueves, un día que amenazaba con chispear, pero que finalmente levantó. Habíamos decidido dedicarlo a Watsuma, desde primera hora, con idea de volver de noche a casa. No era la primera ceremonia, ni sería la última, pero prometía ser especial, por la circunstancias que rodeaban la ocasión; el lugar, la compañía y el momento vital de ambos. Elegimos un pequeño mirador natural, en forma de herradura, en la parte baja de la colina, casi pegado al mar. Allí comenzamos con la alquimia, entregados a la pregunta que surge como inevitable en el corazón. Silencio y profundo respeto por la vida.

Al rato, las olas comenzaron a jugar con los bajos acantilados, como un niño que se tira a los brazos de su papa, para que este lo coja, lo arrulle, le dé un meneo y lo vuelva a dejar suelto, para volver. Las olas jugaban, se divertían, eran niños y niñas que saltaban, reían vigorosos, viviendo el instante, sin más. Al rato, el mar era la mar. Lo vi tan claro; lo veo tan claro, ahora. No lo sabía. Junto a mí, él estaba un tanto aturdido; aún no había pasado al otro lado. Pero los expedicionarios sabemos esperar.

Nos miramos como se miran dos hombres asustados, sosteniendo la decisión en la mirada del amigo, la decisión de seguir mirando y aprender de lo que surge desde ESE lugar.

Nos levantamos de aquel espacio, para iniciar una larga caminata a un cerro que veíamos en la lejanía. El camino siempre hace su trabajo y caminante, se hace camino al nadar, como decía el poeta. Según subíamos una pendientes, mi amigo reparo en dos pájaros muy hermosos, dos abubillas, con sus picos largos y sus crestas coloreadas. Nunca los había visto de cerca. Me parecieron muy bellos y me queda un buen rato observándolos, entre sorprendido y sonriente por la repentina aparición de aquellos seres vivaces y perfectos.

El día fue intenso, esclarecedor. Arriba en el cerro, el júbilo se apoderó de mí de una forma definitiva. Sentí la alegría de estar vivo, de ser lo que veía, lo que sentía, de ser el preciso momento en el que ocurría y reí, reí, reí…como nunca antes, como jamás. Allí en plena diluvio de risa y apertura de corazón, pude sentir su profundo dolor.

Seres de la mirada

PSIKE-Seres de la mirada

PSIKE-Seres de la mirada

Somos seres nacidos de la mirada. Desde ese inicio en el que el ovulo acoge con cuidado al agotado espermatozoide y brota la alquimia, ella intuirá el surgimiento de algo nuevo en su seno ¿Cómo será?

El contacto de sus manos allí donde ella sabe que la vida crece, busca palpar la magia de alguna novedad reciente. Y al tocar acariciará, haciendo nido bajo su corazón. Para acoger.

En tanto acomode sus movimientos y silencie su cuerpo, se sumergirá y mirará con los ojos cerrados. Para saber más y más del nuevo visitante. El ansia de ponerle rostro irá creciendo y entre tanto su mente jugará con imágenes nacidas del deseo, de las sensaciones corporales o de su intuición.

Esa presencia que siente en ese mismo lugar donde el vacío hizo ausencia tantas veces, ahora le hace mirar pensativa y dibujar una sonrisa gozosa de calma.

Habla con su retoño ahora que el tiempo va siéndose más lenta; una lentitud muy femenina y de horizonte calmo. En ese tránsito cadente en el que sus palabras resuenan en el cuerpo como nunca antes, creando una vibración hecha de sonidos y silencio, de ritmo y quietud, que generará en el bebe la primera noción de alternancia; la primera noción de inicio y final, de presencia y ausencia.

El tiempo hará camino y a su paso ocurrirán cosas. El espacio de crecimiento irá ocupándose, manifestándose de un modo inequívoco. Sorprendida por lo que ve y, quizás, algo temerosa por lo que está por venir. Tal vez inquieta e ilusionada, en un ir y venir anímico en el que la incertidumbre asoma, pero la mirada sigue siendo el camino más certero si mama desea asomarse al encuentro con la imagen del rostro de su sueño creciente. En cada inmersión, ahí lo verá esperando, como luego siempre la esperará.

“¿Qué deseas Ada? Verlo, tal vez. Entre tantas otras cosas, pero, si, si,,,verlo y tenerlo pegadito a mi regazo, susurrándole en ese idioma inventado, mientras le acaricio la mejilla, absorta mientras miro y deseo que esté bien, que no sufra, que sonría a mama y que sea siempre así. Deseo tenerle fuera para ser dos, aún siendo uno. ¿Cuántas veces, querré tenerlo dentro cuando el vacío acucie?”

Y el tiempo ocurre en el calor del seno materno, en donde la pequeña crece acurrucada en sinfonía con mama y su vida. Una vida ilusionada, ahora que espera, pero también tejida de forma ineludible al vaivén de las emociones, las hormonas, los miedos o las dudas propias de los seres humanos. Es así que la pequeña va sintiendo los dolores o los agobios de mama, también. Es así como comienza a acercarse a la experiencia de la vida que le espera fuera.


El abrazo enloquecido del alumbramiento llegará precedido de sacudidas de dolor y rompimiento. La vida se abrirá camino, desgarrada y doliente, en el vórtice mismo de lo soportable, asomándose mama a la experiencia de perderlo todo. Y entre tanto, la pequeña iniciará su primer destierro. De forma ruda y desmedida, será expulsada desde su paraíso de ingravidez, hacia un afuera sin límites y con esa luz cegadora. Su mente será expuesta a una brutal experiencia de aniquilamiento, del que inexplicablemente saldrá victoriosa.

Tras el tránsito, …una vez afuera, a ese otro lado de la piel y de la mirada de mama, ambas intentan reposar en el cansancio de la intimidad, recién regresados de una experiencia trasformadora.

Los días posteriores pondrán a prueba el espíritu de la pequeña, que se enfrentará a un enemigo nuevo que desde adentro se lanza al asalto de su diminuto y vulnerable cuerpo. Será el hambre, quien la morderá en las entrañas. Lo que la desespera a no es la crueldad de la herida. Es su novedad. Lo repentino e inesperado de su presencia.

El mundo protegido de mama contrasta con este espacio sensitivo sin límites y un mal interno del que no sabe cómo defenderse y que comienza a ser vivido como otra amenaza de proporciones inmensas.

¿Cómo calmar esa angustia? Ay la leche…!!! …hará de la boca su primera zona de contacto con el mundo de afuera. El estómago lleno mitigará esa pesadilla que sale de dentro. ¿Dentro…fuera? Lo siente por todos los lados, como algo que arremete y la invade. Esa COSA… Ante ella, la boca y el contacto, el olor y… la calmarán.

Porque mamá la alimentará, cómo no! Será el antídoto para calmar la fiera interna. Pero también la tomará en brazos, la acariciarla, la acunará y alimentará su piel, para enseñarla a sentir sus contornos y procurar que vaya generando una paulatina sensación de si. Eso le aportará la experiencia de que existe en un cuerpo cuyos contornos podrá ir percibiendo en tanto más sean tocados desde fuera. Así irá diferenciándose del espacio circundante y ubicándose dentro del él como en un segundo hábitat. El primero, el seno materno, quedará sellada en algún lugar de su ser como la añoranza de un tiempo soñado…, tal vez.

El niño que miraba al mar

Escena primera

Era una tarde de sábado, como otras tantas tardes de sábado en que él salió a jugar con sus amigos.

Sin embargo, esa vez al poco rato, se separó de la cuadrilla.

“¿Adónde vas?” -le pregunto Fede.

Pero él no contestó. Simplemente, siguió andando.

“¿Adónde irá esta vez?” -se preguntaron unos a otros.

“Bah, déjale… , ya le conoces! -dijo uno de ellos.

El chaval se dirigía al rompeolas, atraído por la necesidad de estar con su padre.

Pegaba viento de norte y hacia mala mar. No había nadie en la bocana. Ni un alma. Solo se escuchaba el sonido del viento y el rumor de las olas que venían de alguna parte lejana de aquel infinito universo de agua.

El chico subió el peldaño para poder otear mejor aquel espectáculo de sonido y fuerza.

Miró a lo lejos, buscando más con el corazón que con los ojos, la estela de algún barco que le procurase sosiego.

Miró, guardando silencio, con sus menudas manos escondidas en los bolsillos para protegerlas del frío húmedo de aquel mar al que había aprendido a amar mucho antes de haber nacido.

Esa tarde no aparecía ningún barco ante su mirada. Se sintió triste y sólo. 

Cerró los párpados, porque sabia que así sus ojos podían ver mejor y más lejos. Surcó las aguas con la ayuda de su imaginación y se vio volando guiado por una bandada de cormoranes; aves migratorias que así como él buscaban el refugio de algo añorado.

Viajó lejos, muy lejos, confiado y protegido por la compañía de aquellos pájaros solitarios y silenciosos que surcaban en grupo

Se arremolinó en sus adentros la certeza de que una revelación se iba a producir.

Por momentos, se sucedieron ante su mirada infantil escenas remotas de frágiles barcos pesqueros en una olvidada y noble lucha. Una lucha contra aquel infierno de agua, sal y recuerdos. Un encuentro titánico de hombres sujetos a un destino y que sabedores de su pequeñez frente a esa amenazante presencia, persistían en su heredado empeño de buscar una respuesta franca al porque de sus vidas.

De pronto, el chaval divisó a lo lejos un barco de chapa, color verde. Su corazón comenzó a palpitar de forma acelerada. ¡Bom-Bom, Bom-Bom, Bom-Bom…!.

Sus brazos y piernas respondieron enérgicos, agitándose más y más rápidamente. Cuanto más rápido volaba, más larga se le hacia la espera. El barco iba dejando de ser un punto en la lejanía y se hacia cada vez más visible ante la atenta y feliz mirada del niño.

Tenia que ser el Kresala, aquel barco en el que navegaba su padre y que Josu, de más pequeño, lo había visto amarrado en el puerto de Ondarroa.

Sí, sí. Definitivamente era el Kresala. Estaba seguro de ello. Lo reconocía, como también reconocía al hombre que se hallaba de pie en la cubierta del barco, con su mirada clavada en aquella curiosa estela de pájaros que se dirigían tan decididos como necesitados, a algún lugar irrenunciable.

Entonces, los pájaros se detuvieron, dando por cumplida su misión y  reiniciaron su camino, no sin antes y a modo de un adiós, estallar en un graznido tribal de júbilo que el niño sintió como un mensaje cuyo sentido no podía entender aun.

El niño lloró, porque quienes habían sido sus fieles compañeros de viaje, se alejaban hasta llegar a ocultarse al otro lado del color.

Respiró hondo y miró en dirección de aquel hombre que ya había reconocido a su hijo, suspendido sobre aquellas aguas que desde la marcha de los cormoranes, habían comenzado a amainar, como si los elementos reconocieran algo de sagrado en aquel encuentro y reverenciaran la ocasión.

Aquel hombre recogió en sus paternales brazos al hijo que llevaba su nombre y apretándolo contra su húmedo torso, susurrándole al oído, alivió su dolor. Un dolor que este marino de espíritu decidido, mirada húmeda y olor penetrante, comenzó a sembrar cuando a la misma edad que tenia su hijo ahora, tuvo que renunciar para siempre a los abrazos de su padre.

Josu comprendió que ambos perseguían la misma búsqueda y el mismo miedo sentían.

Estuvieron entregados a ese abrazo mucho tiempo, en la cubierta de aquel cascaron de metal, que paciente era testigo de ese anunciado encuentro entre un hijo y su padre y que evocaba el eco de otros tantos encuentros entre hijos y padres.

 

Escena Segunda

“Josu, abre los ojos. ¿Qué te pasa?. ¡Te hemos estado buscando toda la tarde muy preocupados, pensando que te había pasado algo!”.

El chaval abrió los ojos y sintió que era su madre quien le hablaba, con la voz entrecortada y abrazándolo asustada, frente al rompeolas, donde el chico horas antes, había ido al encuentro de su padre.

“¿Se puede saber qué locura es esta?. Nos vas a matar a disgustos como sigas así. Todos tus amigos hace rato que están en casa”.

El niño aun aturdido, balbuceó algo que ni el mismo entendió y percatándose de que había estado ausente un tiempo que no atinaba a precisar, miró a su madre como si la viera por primera vez.

“Ama, yo nunca seré un hombre de mar”- contesto el chaval a su madre.

“Eso espero”- replicó ella.

“¿Pero a que viene eso ahora?” –reaccionó de inmediato.

Aitxa no es un pescador. Busca a su padre, solamente. A mi abuelo que se perdió en las aguas la nochevieja de hace e muchísimos años, dejando a su hijo de ocho años, al cuidado de su madre, como él me ha dejado a tu cuidado” –penso el niño, sin atreverse a decírselo.

Madre e hijo comenzaron a andar en dirección a casa, atravesando la bocana bajo aquel otoñal cielo gris, con un sentimiento de soledad que ambos compartían en silencio.

Josu, se sentía confundido. Su mente le pedía llegar a casa, cenar, meterse en la cama y dormir, para seguir soñando.

Su corazón, sin embargo, se estaba quedando atrás, justo allí donde había despertado de su viaje poco antes.

Miro hacia atrás, como si su propio fantasma siguiera quieto e imperturbable en aquel lugar mágico.

Sintió que abandonaba a su padre. En tanto más se retiraba al refugio de su hogar, más sólo sentía que se quedaba su padre.

La cabeza comenzó a darle vueltas y sus piernas empezaron a fallarle .No podía soportar más el dolor de la huida. Comenzó a gritar como poseído de rabia e impotencia.

Su madre le suplicaba con la mirada “Ahora, no me abandones tu,….no me abandones,   no me abandones!”.

La visión se le iba nublando cada vez mas y sintió que se perdía en una espiral, en un remolino de agua seca y sin fondo. Sus párpados se abandonaban, ocultando el terror de sus ojos. Según se desvanecía, comenzó a oír la bocina de un barco que se despedía muy a lo lejos. Rummmm!!!!!!!!

 

Escena Tercera

Ring-Ring-Ring. Josu despertó sobresaltado en su cama.

“Buf!!” –exclamó aliviado.

“He tenido una pesadilla” –se dijo.

Tenia frente a él a su hermano Aitor, que le observaba con ojos escrutadores.

“¿Qué te ha pasado esta noche?” –le pregunto.

“¿Qué, qué me ha pasado?. Nada…, porque?”- le respondió Josu.

“Has tenido una noche muy movida” –le dijo su madre, según se acercaba de la cocina.

Entonces, el chaval recordó que el día anterior había venido pronto a casa, tras haber estado con la cuadrilla. Se había sentido cansado y se había metido en la cama sin cenar.

“¿Qué has soñado?” –le inquirió su hermano, con la misma mirada de extrañeza.

“Nada, no me acuerdo” –dijo Josu, recordando que una sensación de miedo profundo le había atenazado justo antes de despertarse.

El chaval se sentía arrasado por una tristeza muy honda que intuía provenía de los sueños que esa noche había tenido y de los cuales no se acordaba.

Ambos hermanos se vistieron y desayunaron en silencio. Luego salieron al puerto, porque varios barcos arribaban y parecía que venían repletos de anchoa.

Hacia sol y buena temperatura, aquella mañana de junio animada por el bullicio de familiares y vecinos ante la entrada de aquellos barcos, que habían hecho el trayecto de regreso a casa acompañados de multitud de gaviotas chillonas y ávidas de pescado.

El puerto olía a salitre, mezclado con un ligero aroma a cangrejo y mojojones, que provenía del malecón, en compañía a una brisa que peinaba del este.

Era un día sin escuela. El calor del sol y el color azul del cielo, junto a aquel espectáculo de olor y alegría, ayudaban a dibujar un idílico paisaje de encuentro.

Josu, de pronto, percibió un susurro inaudible que venia del pequeño comercio de efectos navales que se hallaba justo detrás de él. Se giró y como si una fuerza ajena le empujase, se acercó en silencio hacia aquel escaparate, cuyos marcos de madera pintadas de azul marino, se estaban descascarillando por efecto del calor.

Frente a él, un cuadro al óleo que estaba siendo expuesto justo entonces por el dueño del local, como accesorio decorativo.

En el cuadro, una bandada de cormoranes volaban hacia algún lugar en alguna parte.

Al chaval sintió que las tripas le daban un vuelco de desconcierto. Siempre le habían atraído aquellas aves misteriosas y sin hogar, con un vuelo tan horizontal y decidido. Le gustaba verles cruzar el cielo de su pueblo, cuando halla por el mes de septiembre, el día comenzaba a menguar y el sol a descansar.

Pero en esta ocasión, algo singular había en aquella escena que le resultaba íntimo y familiar. Como si la hubiera visto antes o hubiera estado allí.

“Esta noche pasada, en mis sueños te he visto volar junto a ellos” –le dijo Aitor, quien se había acercado con sigilo a la par de su hermano.

Meditación mientras paseo

 

Tenue sentimiento de cadencia mientras camino. La brisa susurra su melodía, mientras las gaviotas se dejan deslizar seguras en lo hondo de su volar.

Comprendo algo, pero no se qué es. La meditación. Olvido para recordar que el sentir es lo que me anuda a la vida, al latido de cuanto hay. Entonces siento que todo tiene su lugar, aunque nunca sea el mismo lugar.

Movimiento y vida en el transcurrir. Todo cambia , pero siempre esta la misma presencia cuando guardo silencio. Nada cambia pues, solo lo aparente.

Solo la forma, pero el susurro siempre está presente, ahondando en mi cuerpo un vacío de sosiego que me llega a la planta de los pies y me hace tocar lo común.

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