Uharteko iskribua (1)
Autor: Rubén Feldman (médico y escritor)
Cinco días en la isla con mi amigo del alma. Cinco días de descanso, sol, conversación, paseos e incertidumbre. El diagnóstico que le acompaña le obliga a vivir el presente, y él ha decidido hacerlo lejos de los suyos, quizás porque la idea de presente requiere de apertura a lo nuevo y en solitario.
Bajé del avión y me acerqué a la zona de salida, en donde él me dijo que estaría esperando. Cuando llegué, miré pero no lo vi. Seguí caminando un poco más allá, en espera de que quizás más adelante pudiera estar; justo cuando oí chistar a alguien y reírse. Me di la vuelta y ahí estaba él, bien afeitado, con el semblante moreno del lugar y con un inédito pose cool, que denotaba que el cambio de vida estaba obrando. Nos abrazamos como dos niños, grandes amigos, que se encuentran en el pueblo de veraneo, después del haber finalizado el curso escolar, y sabedores de que más pronto que tarde, volverán a despedirse.
Así empezó la semana. De allí nos fuimos a desayunar y a hablar, hablar, hablar…había tanto que compartir. Y reír, troncharnos de risa, encantados como estábamos de esta oportunidad, una más de vivir la presencia mutua, juntos.
Me sugirió un plan de visitas y encuentros, salidas al monte, alguna conferencia y la ceremonia con Watsuma. Conocería a Leticia, a Manuel, Ana, Mona y sobre todo a Trini. También pasaríamos por casa de Daniel, para recoger la “medicina” y escuchar sus sugerencias sobre el lugar apropiado en donde hacer el trabajo. Poco a poco comprobé que mi amigo había creado una red de gentes, amigas, gente de la terapia, alquimistas de productos alternativos, una astróloga y Trini, su nueva hermana. Todo ello me tranquilizó, porque veía que estaba bien acompañado.
El clima cálido y la vegetación que me recordaba al Cabo Verde de las canciones de Cesárea Évora, exiguo de frondosidad, lugar de paso y espera, se me atragantó el primer día, a pesar de que ya lo conocía de años atrás. Y es que lo que ven los ojos, penetra por las grietas del alma, sacudiendo las estancias descuidadas, cerradas a llave o aquellas miradas de reojo, por la inquietud que contagian.
Es un magnífico lugar de retiro, pronto lo vi, un lugar de tiempo cadente y horizontal, en donde el instante se posa sin prisa mientras caminas, cocinas o, simplemente, miras. Una tierra que no alimenta el frenesí, ni la carencia. Lugar de vuelta y recapitulación.
Ocurrieron muchas cosas y ocasión habrá para escribir sobre ellas, pero hoy sólo quiero recuperar del recuerdo una de ellas. Fue el día jueves, un día que amenazaba con chispear, pero que finalmente levantó. Habíamos decidido dedicarlo a Watsuma, desde primera hora, con idea de volver de noche a casa. No era la primera ceremonia, ni sería la última, pero prometía ser especial, por la circunstancias que rodeaban la ocasión; el lugar, la compañía y el momento vital de ambos. Elegimos un pequeño mirador natural, en forma de herradura, en la parte baja de la colina, casi pegado al mar. Allí comenzamos con la alquimia, entregados a la pregunta que surge como inevitable en el corazón. Silencio y profundo respeto por la vida.
Al rato, las olas comenzaron a jugar con los bajos acantilados, como un niño que se tira a los brazos de su papa, para que este lo coja, lo arrulle, le dé un meneo y lo vuelva a dejar suelto, para volver. Las olas jugaban, se divertían, eran niños y niñas que saltaban, reían vigorosos, viviendo el instante, sin más. Al rato, el mar era la mar. Lo vi tan claro; lo veo tan claro, ahora. No lo sabía. Junto a mí, él estaba un tanto aturdido; aún no había pasado al otro lado. Pero los expedicionarios sabemos esperar.
Nos miramos como se miran dos hombres asustados, sosteniendo la decisión en la mirada del amigo, la decisión de seguir mirando y aprender de lo que surge desde ESE lugar.
Nos levantamos de aquel espacio, para iniciar una larga caminata a un cerro que veíamos en la lejanía. El camino siempre hace su trabajo y caminante, se hace camino al nadar, como decía el poeta. Según subíamos una pendientes, mi amigo reparo en dos pájaros muy hermosos, dos abubillas, con sus picos largos y sus crestas coloreadas. Nunca los había visto de cerca. Me parecieron muy bellos y me queda un buen rato observándolos, entre sorprendido y sonriente por la repentina aparición de aquellos seres vivaces y perfectos.
El día fue intenso, esclarecedor. Arriba en el cerro, el júbilo se apoderó de mí de una forma definitiva. Sentí la alegría de estar vivo, de ser lo que veía, lo que sentía, de ser el preciso momento en el que ocurría y reí, reí, reí…como nunca antes, como jamás. Allí en plena diluvio de risa y apertura de corazón, pude sentir su profundo dolor.