Uharteko iskribua (2)

Autor: Rubén Feldman (médico y escritor)

El pueblo vecino se divisaba desde lo alto del cerro. Sus casas blancas, de techos bajos y planos, se hallaban insertos en el paisaje volcánico que impregnaba todo. Los colores amarillos y verdosos de la foresta, los interminables muros de piedra creaban un laberinto  de pasillos que conectaban con estancias geométricas y así, hasta donde alcanzaba la vista. Todo estaba en su sitio, incluso el más pequeño arbusto o el más insignificante pedazo de tierra no visto hasta ese instante, trasmitía la belleza de serlo todo.

Las olas no ambicionaban ser poderosas ni perennes. Se rendían humildes tras haber alcanzado la cresta, se quedaban atrás dando espacio a otras que venían de lejos esperando la ocasión de asomarse al éxtasis fugaz. Todas eran la misma. Y yo seguía feliz, riéndome por estar siendo testigo y por ser parte del suceso.

A las horas decidimos ponernos de camino a casa. En el trayecto recibí una llamada telefónica. Mi padre había sido ingresado dos días atrás en un hospital. Se encontraba bien. Por lo visto se le había descompensado fuertemente la tensión arterial, su particular caballo de batalla. El susto fue inevitable.

Regresé a mi tierra al día siguiente, tras despedirme de la gente de la isla y de mi amigo, a quien vería en breve en un retiro de silencio por el norte.

Era sábado. Al entrar en la habitación lo vi recostado en la cama en compañía de mi madre y mi hermano. Me sonrió como cuando llegaba de la mar y lo veía entrar en casa, mirando a los ojos amorosa y pícaramente. Mi padre estaba allí, al resguardo, bien custodiado y muy bien atendido. Siempre temí su desaparición y esta vez intuía que el final estaba cerca, aún a pesar de que al día siguiente le dieron el alta, porque las constantes las tenía bien. Mi preocupación por su estado se mantuvo todo el día, porque quería estar cerca de él en éste su último viaje que ya había comenzado.

Sobre las diez se quiso acostar, cansado, muy cansado, y  le acompañe. Me miro entre asustado y entregado…y me dio las gracias, girándose para abrazarme. Nunca supe cómo sería el definitivo adiós con mi padre. Nos habíamos despedido muchas veces con motivo de sus numerosos embarques, pero siempre venía, a pesar de que hubo veces que la espera se me hizo interminable. Pero regresaba. Esta vez su viaje sería distinto; se disponía a navegar a ese otro lado del color, a los bardos, a las aguas eternas junto a su padre. ¡Por fín…! Siempre lo buscó en la mar…y ahora. Junto a su  hijo pequeño; mi hermano. Partió a las 4,5 de la madrugada del 28 de marzo y en mi mente se hizo un silencio enorme, cuando lo vi marchar.

El día siguiente, de mediodía, busqué la compañía de un pitillo y estando como estaba en la cocina, abrí la ventana y me asomé al exterior pensativo. A poco más de cinco diez metros de mi observé el movimiento de un pájaro diferente, extraño, nunca visto por allá. Era una abubilla. Me quedé atónito, me froté los ojos y volví a mirar. Seguía allí, con su pico largo y su cresta-tupé coloreada. Nunca antes lo había visto por estos lares. Al rato, se lanzó en vuelo y se metió en el huerto. Cogí el móvil y le mandé un wasap a mi amigo: “Las abubillas que vimos el día pasado, eran tu padre y el mío”

Uharteko iskribua (1)

Autor: Rubén Feldman (médico y escritor)

Cinco días en la isla con mi amigo del alma. Cinco días de descanso, sol, conversación, paseos e incertidumbre. El diagnóstico que le acompaña le obliga a vivir el presente, y él ha decidido hacerlo lejos de los suyos, quizás porque la idea de presente requiere de apertura a lo nuevo y en solitario.

Bajé del avión y me acerqué a la zona de salida, en donde él me dijo que estaría esperando. Cuando llegué, miré pero no lo vi. Seguí caminando un poco más allá, en espera de que quizás más adelante pudiera estar; justo cuando oí chistar a alguien y reírse. Me di la vuelta y ahí estaba él, bien afeitado, con el semblante moreno del lugar y con un inédito pose cool, que denotaba que el cambio de vida estaba obrando. Nos abrazamos como dos niños, grandes amigos, que se encuentran en el pueblo de veraneo, después del haber finalizado el curso escolar, y sabedores de que más pronto que tarde, volverán a despedirse.

Así empezó la semana. De allí nos fuimos a desayunar y a hablar, hablar, hablar…había tanto que compartir. Y reír, troncharnos de risa, encantados como estábamos de esta oportunidad, una más de vivir la presencia mutua, juntos.

Me sugirió un plan de visitas y encuentros, salidas al monte, alguna conferencia y la ceremonia con Watsuma. Conocería a Leticia, a Manuel, Ana, Mona y sobre todo a Trini. También pasaríamos por casa de Daniel, para recoger la “medicina” y escuchar sus sugerencias sobre el lugar apropiado en donde hacer el trabajo. Poco a poco comprobé que mi amigo había creado una red de gentes, amigas, gente de la terapia, alquimistas de productos alternativos, una astróloga y  Trini, su nueva hermana. Todo ello me tranquilizó, porque veía que estaba bien acompañado.

El clima cálido y  la vegetación que me recordaba al Cabo Verde de las canciones de Cesárea Évora, exiguo de frondosidad, lugar de paso y espera, se me atragantó el primer día, a pesar de que ya lo conocía de años atrás. Y es que lo que ven los ojos, penetra por las grietas del alma, sacudiendo las estancias descuidadas, cerradas a llave o aquellas miradas de reojo, por la inquietud que contagian.

Es un magnífico lugar de retiro, pronto lo vi, un lugar de tiempo cadente y horizontal, en donde el instante se posa sin prisa mientras caminas, cocinas o, simplemente, miras. Una tierra que no alimenta el frenesí, ni la carencia. Lugar de vuelta y recapitulación.

Ocurrieron muchas cosas y ocasión habrá para escribir sobre ellas, pero hoy sólo quiero recuperar del recuerdo una de ellas. Fue el día jueves, un día que amenazaba con chispear, pero que finalmente levantó. Habíamos decidido dedicarlo a Watsuma, desde primera hora, con idea de volver de noche a casa. No era la primera ceremonia, ni sería la última, pero prometía ser especial, por la circunstancias que rodeaban la ocasión; el lugar, la compañía y el momento vital de ambos. Elegimos un pequeño mirador natural, en forma de herradura, en la parte baja de la colina, casi pegado al mar. Allí comenzamos con la alquimia, entregados a la pregunta que surge como inevitable en el corazón. Silencio y profundo respeto por la vida.

Al rato, las olas comenzaron a jugar con los bajos acantilados, como un niño que se tira a los brazos de su papa, para que este lo coja, lo arrulle, le dé un meneo y lo vuelva a dejar suelto, para volver. Las olas jugaban, se divertían, eran niños y niñas que saltaban, reían vigorosos, viviendo el instante, sin más. Al rato, el mar era la mar. Lo vi tan claro; lo veo tan claro, ahora. No lo sabía. Junto a mí, él estaba un tanto aturdido; aún no había pasado al otro lado. Pero los expedicionarios sabemos esperar.

Nos miramos como se miran dos hombres asustados, sosteniendo la decisión en la mirada del amigo, la decisión de seguir mirando y aprender de lo que surge desde ESE lugar.

Nos levantamos de aquel espacio, para iniciar una larga caminata a un cerro que veíamos en la lejanía. El camino siempre hace su trabajo y caminante, se hace camino al nadar, como decía el poeta. Según subíamos una pendientes, mi amigo reparo en dos pájaros muy hermosos, dos abubillas, con sus picos largos y sus crestas coloreadas. Nunca los había visto de cerca. Me parecieron muy bellos y me queda un buen rato observándolos, entre sorprendido y sonriente por la repentina aparición de aquellos seres vivaces y perfectos.

El día fue intenso, esclarecedor. Arriba en el cerro, el júbilo se apoderó de mí de una forma definitiva. Sentí la alegría de estar vivo, de ser lo que veía, lo que sentía, de ser el preciso momento en el que ocurría y reí, reí, reí…como nunca antes, como jamás. Allí en plena diluvio de risa y apertura de corazón, pude sentir su profundo dolor.

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