Autor: Rubén Feldman (médico y escritor)

El pueblo vecino se divisaba desde lo alto del cerro. Sus casas blancas, de techos bajos y planos, se hallaban insertos en el paisaje volcánico que impregnaba todo. Los colores amarillos y verdosos de la foresta, los interminables muros de piedra creaban un laberinto  de pasillos que conectaban con estancias geométricas y así, hasta donde alcanzaba la vista. Todo estaba en su sitio, incluso el más pequeño arbusto o el más insignificante pedazo de tierra no visto hasta ese instante, trasmitía la belleza de serlo todo.

Las olas no ambicionaban ser poderosas ni perennes. Se rendían humildes tras haber alcanzado la cresta, se quedaban atrás dando espacio a otras que venían de lejos esperando la ocasión de asomarse al éxtasis fugaz. Todas eran la misma. Y yo seguía feliz, riéndome por estar siendo testigo y por ser parte del suceso.

A las horas decidimos ponernos de camino a casa. En el trayecto recibí una llamada telefónica. Mi padre había sido ingresado dos días atrás en un hospital. Se encontraba bien. Por lo visto se le había descompensado fuertemente la tensión arterial, su particular caballo de batalla. El susto fue inevitable.

Regresé a mi tierra al día siguiente, tras despedirme de la gente de la isla y de mi amigo, a quien vería en breve en un retiro de silencio por el norte.

Era sábado. Al entrar en la habitación lo vi recostado en la cama en compañía de mi madre y mi hermano. Me sonrió como cuando llegaba de la mar y lo veía entrar en casa, mirando a los ojos amorosa y pícaramente. Mi padre estaba allí, al resguardo, bien custodiado y muy bien atendido. Siempre temí su desaparición y esta vez intuía que el final estaba cerca, aún a pesar de que al día siguiente le dieron el alta, porque las constantes las tenía bien. Mi preocupación por su estado se mantuvo todo el día, porque quería estar cerca de él en éste su último viaje que ya había comenzado.

Sobre las diez se quiso acostar, cansado, muy cansado, y  le acompañe. Me miro entre asustado y entregado…y me dio las gracias, girándose para abrazarme. Nunca supe cómo sería el definitivo adiós con mi padre. Nos habíamos despedido muchas veces con motivo de sus numerosos embarques, pero siempre venía, a pesar de que hubo veces que la espera se me hizo interminable. Pero regresaba. Esta vez su viaje sería distinto; se disponía a navegar a ese otro lado del color, a los bardos, a las aguas eternas junto a su padre. ¡Por fín…! Siempre lo buscó en la mar…y ahora. Junto a su  hijo pequeño; mi hermano. Partió a las 4,5 de la madrugada del 28 de marzo y en mi mente se hizo un silencio enorme, cuando lo vi marchar.

El día siguiente, de mediodía, busqué la compañía de un pitillo y estando como estaba en la cocina, abrí la ventana y me asomé al exterior pensativo. A poco más de cinco diez metros de mi observé el movimiento de un pájaro diferente, extraño, nunca visto por allá. Era una abubilla. Me quedé atónito, me froté los ojos y volví a mirar. Seguía allí, con su pico largo y su cresta-tupé coloreada. Nunca antes lo había visto por estos lares. Al rato, se lanzó en vuelo y se metió en el huerto. Cogí el móvil y le mandé un wasap a mi amigo: “Las abubillas que vimos el día pasado, eran tu padre y el mío”

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